Acabo de realizar una de mis labores matinales más habituales, ya que no predilectas: sacar por internet tarjetas de embarque. Mañana me toca subirme otra vez a un aparato de esos que se desplazan por los aires (cuando lo hacen).
En esta ocasión el destino previsto es infrecuente, y además el viaje, caso de llevarse finalmente a efecto –nunca se sabe–, será en compañía: Charo y yo hemos de ir a Santa Cruz de Tenerife. Allá por África, según se entra a mano izquierda, vistas las cosas y las costas desde abajo, que es desde donde siempre las he mirado yo.
Cuando me toca trabajar en internet desde mi casa en la montaña mediterránea, me da tiempo para pensar mucho, dada la velocidad de la conexión con internet de la que dispongo: cada paso es como de procesión de Semana Santa.
Hoy, según estaba en esas labores, me he acordado de un reciente viaje, en el que me tocó en suerte un compañero de asiento interesante. Era un joven científico que acudía a un congreso en Bilbao y que llevaba encima a su hijito, que resultó pacífico, además de gracioso.
Estuvimos charlando (el padre y yo, se entiende: el crío estaba a lo suyo) un poco sobre todo, como es costumbre en las conversaciones de avión, que es la categoría inmediatamente superior a las charlas de ascensor.
En ese divagar, recalamos durante un rato en las relaciones entre el conocimiento científico y la política. El mozo tenía –eso me pareció– ideas bastante sensatas sobre la ciencia. Especulando sobre tales menesteres, se me ocurrió citar una frase de Vladímir Uliánov que creo pertenece a una obra suya curiosa, pero no demasiado afortunada, llamada Materialismo y empirocriticismo. «Si las leyes de la física chocaran con los intereses de tales o cuales hombres, esos hombres negarían las leyes de la física», escribió el bolchevique.
A mi compañero de viaje –si se me permite emplear esa expresión–, la frase le llamó la atención. Lo que me llamó más la atención a mi es que fuera necesario explicarle (superficialmente, claro: ni yo soy una enciclopedia ambulante ni él sentía un interés pasional por el asunto) quién fue Lenin, quiénes fueron los bolcheviques, por qué discutían de esas cosas, etc.
Me dejó perplejo el poco bagaje teórico que acumulamos los humanos. Mi vecino de asiento, inteligente y culto, no tenía ni idea de cosas que hace 30 o 40 años se sabía de carrerilla cualquier lector de periódicos.
Me pregunté: ¿Estamos condenados a hacer todos, individuos y generaciones, el mismo aprendizaje una y otra vez, repitiendo las mismas experiencias, cayendo en las mismas bobadas, incurriendo en los mismos errores, recibiendo en nuestras cabezas los mismos golpes, asimilando las mismas evidencias?
Estuve tentado de responder que sí a todas esas preguntas. Pero al poco pensé que el asunto no está tan claro.
Recordando al joven científico y a su crío, he de admitir que una parte de la Humanidad va aprendiendo algo.
No creo que hace un siglo un científico viajara con su hijo en brazos.