En estos tiempos de ahora, en cuanto te descuidas alguien te reconviene por no tener en cuenta «la lección de Munich». Se refieren los mentores de Munich, por supuesto, al bochornoso acuerdo que firmaron en la bella capital de Baviera la noche del 29 al 30 de septiembre de 1938 los representantes de Gran Bretaña (Chamberlain) y Francia (Daladier) con Hitler y Mussolini, en virtud del cual los Sudetes checos pasaron a integrarse en el III Reich. Desde entonces, se esgrime siempre el nombre de Munich para retratar la actitud cobarde de quienes creen que haciendo concesiones al enemigo («dando carnaza a la fiera», suele decirse) cabe lograr que se comporte razonablemente. El acuerdo de Munich no sirvió sino para envalentonar a los nazis, que ocuparon los Sudetes el 1 de octubre. Chamberlain y Daladier, que acudieron allí como apaciguadores, fueron cómplices de las ambiciones territoriales hitlerianas.
¿Sin querer? Para entender lo que sucedió en Munich es obligado tener en cuenta algunos datos de aquel momento histórico. Hay que recordar, en primer término, que los gobernantes franceses y británicos no sentían una especial repugnancia por las ideas de Hitler. Todo lo contrario. Compartían con el Führer su furibundo anticomunismo, lo que, en aquella época de triunfos electorales de los Frentes Populares y de auge de la Internacional Comunista, no era precisamente una coincidencia menor. Estaba en su más triste apogeo la Guerra de España, ante la que los gobiernos de Londres y París tuvieron una actitud de verdadera vergüenza (su política de «No Intervención» fue, de hecho, otra expresión más del espíritu que propició el acuerdo de Munich). Hoy en día se sabe bastante sobre las debilidades filonazis de los círculos dominantes de la Europa de los años 30, incluida la familia real británica.
Había que contar también con los éxitos espectaculares –y notablemente intimidadores– que estaba cosechando a la sazón la industria armamentística alemana, considerada por entonces la principal del mundo.
Si no se tienen en cuenta estas circunstancias, carece de sentido evocar «la lección de Munich» como guía de inspiración para afrontar otros conflictos.
Ejemplo: se habló de Munich a comienzos de los años 90 del siglo pasado para desaconsejar cualquier política apaciguadora con relación a Sadam Husein. Fue una ridiculez. La pretensión de que Sadam era «el nuevo Hitler» que estaba preparado para lanzarse a la conquista del mundo carecía del menor fundamento. Sabíamos que el Ejército iraquí ni siquiera había sido capaz de vencer al de Irán, y eso que contaba con el pleno respaldo de EEUU y la URSS.
No hace apenas nada ha vuelto a referirse a la vergüenza de Munich la jefa del Gobierno de Alemania, Angela Merkel, esta vez apuntando contra los dirigentes iraníes. (No deja de tener su aquel ver a los gobernantes alemanes poniendo su propia Historia como ejemplo de los desvaríos de los demás. Obviamente, el pudor no es el suyo.)
Ahora se vuelve a hablar de Munich –y ya son ganas– para afear la política que (dicen que) está aplicando Rodríguez Zapatero con respecto a Cataluña y Euskadi. La comparación es de una falta de rigor penosa. Cataluña y Euskadi no tienen ninguna temible fuerza armada que haya que apaciguar. Nada que pueda asustar a ningún pusilánime, por mucho que lo sea. ETA tuvo su relativa importancia hace años, pero nunca logró nada que pudiera verse, ni de lejísimos, como un Ejército que calentara motores para iniciar un plan diabólico de expansión territorial.
Puestos a mirarse en el espejo de Munich, es curioso que los historiadores diletantes de la derecha española nunca hagan mención de las muchas torpezas y golpes de timón que aquí se han dado en los últimos decenios con la no demasiado inconfesa intención de tener contento al Ejército. Me refiero al artículo 8º de la Constitución, al «pacto del capó», a la LOAPA y a los demás inventos del mismo género. En esos casos sí que se reúnen las dos condiciones: la complicidad ideológica y el miedo a la fuerza bruta.