Me llegan algunos correos electrónicos en los que, entre otras cosas, me piden que explique qué es eso del «techo electoral» del PP, al que hago alusión en la columna que hoy me publica El Mundo. Su demanda es muy razonable. En efecto, tengo algunos lectores que, felizmente para ellos, allá por los años 80 no seguían los meandros de la vida política española, más que nada porque no tenían edad para ello. Bastantes incluso ni siquiera iban aún a la escuela, si es que habían nacido.
De modo que, a su requerimiento, explicaré rápidamente de qué hablo, porque no les sobrará saberlo, sobre todo si se cumple mi pronóstico de que la derecha española puede volver a toparse con otro «techo» como aquel.
Retomo los elementos del caso.
Estamos en los años 80 del siglo pasado. El PSOE gobernaba a la sazón con mayoría cómoda, primero propia, luego pactada. El partido de la derecha, que por entonces mudó un par de veces de nombre –de Alianza Popular a Coalición Popular, luego a Partido Popular–, lograba resultados electorales valiosos, pero insuficientes, próximos al 26% de los votos emitidos (26,36% en 1982, 25,97% en 1986, 25,79% en 1989). Sus dirigentes comprendieron que así no iban a ningún lado. Que estaban condenados a repetir ese mismo retrato cada cuatro años. La razón se hallaba en lo que buena parte de la prensa capitalina empezó a llamar «el techo de Fraga». Nadie discutía que Manuel Fraga, por entonces su dirigente máximo, tenía un gran atractivo para la derecha española más recalcitrante, que le concedía unánimemente su apoyo. Pero tan evidente como eso era que su estilo ultramontano, intransigente y vocinglero no interesaba, cuando no asustaba, fuera de los límites de esa derecha. O el PP cambiaba de imagen y empezaba a labrarse simpatías dentro de los sectores sociales que se consideraban próximos al «centro político» (es decir, a la derecha moderada, europea, abierta a planteamientos modernos, coexistente con ciertas posiciones de izquierda, nada exaltada) o nunca lograría obtener el respaldo electoral necesario para desbancar al PSOE y llegar a La Moncloa. Conscientes de ello, invitaron a Fraga a que se fuera a labrar su predio gallego, llevaron al por entonces modosito José María Aznar a la Presidencia del partido y, poco a poco, con la inestimable ayuda del disparate felipista, con la corrupción económica y el terrorismo de Estado por delante, el viaje al centro del PP fue ganando en credibilidad y en enteros.
Lo que decimos algunos –yo entre ellos– es que, tras la derrota electoral del 14-M, el PP se ha ido metiendo cada vez más decididamente por una vía de radicalización derechista que le está devolviendo, con ciertas variaciones, a los planteamientos intransigentes y reaccionarios que configuraron «el techo de Fraga» en la década de los 80. Que se está alejando a ojos vista del «centro» y, con ello, de sus posibilidades de congregar una nueva mayoría electoral. Porque, aunque algunos signos externos estrafalarios puedan dar a entender lo contrario, en el electorado español siguen teniendo un peso decisivo las gentes timoratas y sin ganas de aventuras (incluidas las aventuras derechistas); las gentes que son conservadoras y de orden, pero que no sienten mayor fascinación por las rigideces ultraconservadoras y los mítines del Episcopado.
¿Es acertado mi diagnóstico? Espero que sí. Por vuestro bien y por el mío.