El proyecto de Ley de Reparación Moral de las Víctimas del Franquismo y de la Guerra Civil, mal llamado «de la memoria histórica», constituye uno de los principales fiascos del Gobierno de Rodríguez Zapatero y la más acabada demostración de su atolondramiento ideológico y de su imprudencia política. Está ahora claro que Zapatero dio luz verde a esta iniciativa sin darse cuenta de que estaba contribuyendo a poner al desnudo el apaño oportunista en el que se basó la Transición, que llevó a sustentar una democracia sobre los cimientos de una dictadura.
Zapatero quería lucirse de cara a la galería sacando una ley que dijera que la persecución que sufrieron los amantes de la libertad bajo el dominio franquista estuvo muy mal. Y punto. Pero pronto comprobó que su punto era sólo punto y seguido, al verse ante la evidencia de que no hay modo de concretar la condena a la represión de la dictadura que no pase por la declaración de nulidad de los actos seudo jurídicos que la materializaron.
Se vio así ante una contradicción antagónica: sin esa declaración de nulidad, no hay justicia posible, pero esa declaración conduciría a lo que la Transición trató de eludir a toda costa, es decir, al ajuste de cuentas con el franquismo. ¿Solución? Una muy propia de Zapatero: los cerros de Úbeda. «Haya, pues, reparación, pero que sea sólo moral», sentenció. A lo que muchos que no somos tontos del todo respondimos: «No quieres decir moral. Quieres decir ficticia. No cuentes con nosotros para esa engañifa.»
Consumada la farsa, han resultado incluso graciosos los intentos de justificarla. He leído a un individuo con pretensiones de jurista de alto copete defenderla alegando que «no se pueden imponer retroactivamente las garantías jurídicas de la Constitución de 1978 o del año 2006 a los años 1936 o 1940». En aplicación de su estrafalaria lógica, asumida por bastantes más a la desesperada, nos bastaría con invocar las garantías de la Constitución de 1931, cuya vigencia no anuló la rebelión militar de Franco y sus cómplices. Pero no hace falta, porque todo el mundo sabe –ellos también– que el principio de justicia es inmanente, y que las violaciones de los derechos humanos anteriores a la proclamación de la Constitución Española de 1978 también son perseguibles, como se está demostrando, sin ir más lejos, con las brutalidades del pinochetismo.
Casi más patéticas todavía son las explicaciones de la atribulada vicepresidenta Fernández de la Vega, que ha llegado a decir que el «reconocimiento moral» a las víctimas que propugna ella «va más allá» que el jurídico que le reclaman las víctimas, porque abarca a quienes fueron perseguidos y represaliados sin juicio. ¡Como si para reconocer lo sufrido por quienes fueron perseguidos sin juicio fuera necesario pasar por alto los juicios inicuos!
Hay un punto en el que hasta ahora no he visto que nadie haya reparado y que me parece importante. Lo es al menos para mí. Me refiero a que todos hablan de «restituir el buen nombre» de las víctimas, pero nadie reclama que se establezca el mal nombre de los victimarios. Pongamos que alguien hace algo para restituir mi buen nombre en tanto que víctima del franquismo (cosa que, como ya he dicho en anteriores ocasiones, ni reclamo ni creo que haga falta). ¿Qué conseguiría con ello? ¿Figurar en la misma categoría que, por ejemplo, Mola, Sanjurjo, Franco y Queipo de Llano, cuyos nombres siguen inscritos en los letreros de muchas calles, avenidas, plazas y monumentos españoles?
Es otra razón suplementaria que me dan para rechazar esa ley. Sólo me faltaba que me dejaran al final en semejante compañía.