Se celebró ayer en Madrid la multitudinaria manifestación en la que culminaron los actos festivos convocados por las organizaciones europeas de homosexuales con motivo del Día del Orgullo Gay. Han elegido este año la capital de España como punto de encuentro continental para festejar la inclusión del matrimonio gay en nuestra legislación civil.
El acontecimiento fue bautizado Europride, lo cual distó de hacerme feliz. ¿Por qué en inglés? Tratándose de una fiesta continental, habría tenido más sentido una denominación multilingüe, o apoyada en el término –también él multilingüe– que más identifica al movimiento. ¿Qué tenía de malo Eurogay? (*) El inglés no es el idioma mayoritario en Europa. Y, aunque lo fuera, tampoco creo que resultara ésta la ocasión más propicia para conceder a las opciones mayoritarias la representación exclusiva del todo.
Quizá guiada
por esta problemática opción, la cantante Marta Sánchez, elegida como pregonera
de la fiesta, decidió emitir su perorata en inglés. En Madrid y en inglés.
Qué buena idea. Mucha gente se cabreó y abucheó a la pregonera, pero la culpa
no la tenía ella, que es así –todos la recordamos a bordo de la fragata Numancia, cantando muy feliz, cual nueva
Marylin, para los soldados españoles presentes en la primera Guerra del
Golfo–, sino los que la eligieron para
cumplir ese papel, del que ella dice que se siente muy orgullosa porque tiene,
según le he leído en una entrevista, «muchos amigos que son gays y muchas
amigas que son lesbianas, y son más amigos que muchos heterosexuales». Guau, qué chupi.
No sé por qué, pero la cuestión gay parece propicia a los malos entendidos lingüísticos. Por ejemplo: no tiene demasiado sentido decir, como suele hacerse, «homosexuales y lesbianas», porque el término homosexual designa a las personas, hombres o mujeres, a las que atrae gente de su mismo sexo. El prefijo «homo» no deriva del latín homo (hombre), sino del griego ὁμο, que significa «igual» (de ahí, por ejemplo, «homónimo», «homogéneo», etc.). Por eso mismo, resulta absurdo calificar de «homófoba» a la gente que siente repulsión por las personas homosexuales, porque «homófobo», en rigor, significa «que odia a sus iguales», cosa que no es imposible que exista, pero que en todo caso no tiene demasiado que ver con el asunto de referencia.
Más de una vez he expuesto en voz alta y por escrito mi actitud con respecto a la homosexualidad. Mi libro sobre el matrimonio (**) le dedica un puñado de páginas. Suelo decir que, tal como funcionan mis vísceras –lo que excluye cualquier pretensión de representatividad–, no veo por qué uno ha de considerar que es homosexual o heterosexual. Puede muy bien limitarse a constatar que está heterosexual u homosexual, según sea hombre o mujer la persona que le atrae en la época por la que atraviesa. A mí no me atraen las mujeres. Me atraen algunas; más bien pocas. Bien es cierto que hombres, todavía menos. Podría decirse que, más que a heterosexual u homosexual, tiendo a poco sociable. Pero hubo in illo tempore un par de hombres que me resultaron atractivos, y debo decir que los traté sin prejuicios, esto es, sin ideas previas. Finalmente sólo he contraído matrimonio (siempre me ha hecho gracia que el matrimonio se contraiga, como las enfermedades) con mujeres, pero no creo que esa circunstancia haya venido determinada por mi mensaje genético.
Digo esto para explicar por qué no encaro las opciones sexuales ni con orgullo ni con vergüenza. Me limito a constatarlas: a Kepa le gusta Pedro; a Edurne, Nieves; a Andrea, la vasca, Andrea, el siciliano; a Rosario, el de Milán, Rosario, la de Córdoba. Y qué. Tan ricamente. O tan malamente, depende.
Lo que me parece fatal, intolerable, es que haya gente que se empeñe en amargar la vida a Kepa porque le gusta Pedro y quiere vivir en pareja con él, o que dé la espalda a Edurne porque está enamorada de Nieves y lo demuestra cuando se le pone y donde se le pone.
En ese sentido, sí entiendo que se proclame el orgullo
gay. Del mismo modo que, si alguien te desprecia por tu origen nacional –digo, por poner un ejemplo–, está muy bien que lo reivindiques: «¡Claro que sí, y a
mucha honra!». Se responde así para dar en los morros al capullo
faltón, no porque se considere preferible ser de aquí o de allá.
Tampoco es preferible ser homosexual. Ni heterosexual. Lo preferible es que nos sea sencillo optar por lo que queremos optar.
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(*) El término gay llegó hasta nosotros no procedente del inglés, como mucha gente cree, sino del occitano (gai, alegre), del que pasó al catalán, al castellano, al francés, al portugués y, con el tiempo, al inglés. El uso anglosajón de la palabra para referirse a la homosexualidad tuvo un origen claramente eufemístico, similar al que por aquí se ha dado a veces al adjetivo «alegre», como sinónimo de «licencioso» («persona de vida alegre», «viuda alegre», etc.)
(**) Javier Ortiz, De cómo superar el matrimonio en quince días y vivir con la obsesión eternamente, Foca Ediciones, Madrid, 2006. (No es por nada, pero sigue a la venta.)