Según van pasando los días desde el anuncio del alto el fuego permanente de ETA –y cuidado que han pasado pocos– más se van trasparentando las incontenibles ganas que muchos vascos de pro tenían de normalizarse.
Conviene preguntarse qué entienden algunos por normalizar, y qué modelo de normalidad albergan en su cabeza.
Decimos: «Euskadi debe pacificarse y normalizarse». Vale. Partamos del supuesto de que Euskadi no está normalizada. Pero ¿lo está Soria? ¿Lo está Salamanca? ¿Lo está Valencia? ¿Sí? ¿En razón de qué?
¿En qué consiste la normalidad?
Como residente múltiple (lo mismo estoy en Madrid, que en Aigües, que en Cantabria, cuando no deambulo por Euskadi o por otros pagos), tengo una cierta idea de lo que puede ser la normalidad. Y no me gusta nada.
Según mi experiencia, normalidad equivale a conformismo, a desmovilización ciudadana, a aceptación de una vida política corrupta, protagonizada por una banda de charlatanes de feria venidos a más. Lo normal es que la gente se deje explotar y oprimir sin decir ni pío, o diciendo pío y adiós muy buenas. Y sin la menor conciencia –o con una conciencia vaporosa y resignada– de que está siendo explotada y oprimida.
¿Es a eso a lo que debe aspirar el pueblo vasco? ¿En eso consiste su normalización?
La vida política y social de Euskal Herria presenta aristas chirriantes, hirientes, inaceptables, contra las que muchos nos hemos rebelado con rabia y con determinación. Pero existe el peligro de que, una vez limadas las aristas, lo que nos quede sea un panorama romo, anodino, semejante al que veo a diario fuera de Euskadi.
Lo vengo diciendo desde hace muchos años: lo esencial es, como en el cuento, arreglárselas para no tirar al niño con el agua sucia.
Es bueno lavar al crío, pero de lo que se trata es de conservarlo una vez lavado.
En la Euskadi que queda, hay muchas cosas que –a algunos, al menos– nos vendría muy bien que se mantuvieran.