Acabo de terminar la corrección de las pruebas de imprenta de mi libro sobre el matrimonio. Para quien no sepa de qué va la cosa, se la cuento. Hace 20 años, más o menos, me puse a escribir un artículo sobre el matrimonio y las relaciones de pareja (que no tienen por qué ser exactamente de pareja, en realidad). Según fui escribiéndolo, comprobé que con el espacio de un artículo no tenía ni para empezar, de modo que decidí convertirlo en una serie de artículos. Pero, a medida que fui avanzando en la tarea, me resultó evidente que aquello superaba ya ampliamente lo previsto y que se había convertido, de hecho, en un libro. Un libro no muy extenso –de unas 150 páginas–, pero un libro, a fin de cuentas. Acabé de redactarlo y lo metí en un cajón, prometiéndome que, cuando tuviera tiempo, vería qué salida podría dar a aquello. Pasaron un par de años y ya casi me había olvidado del librito cuando un buen día, hablando con un amigo que se dedicaba a asuntos editoriales, salió a relucir. Mi amigo se ofreció a leerlo. Se lo pasé. Transcurrió más tiempo todavía. Meses después, mi amigo me telefoneó para decirme que por fin había tenido tiempo de leérselo, que le había parecido agudo y divertido y que, si yo quería, podía gestionar su publicación. Estuve de acuerdo, cómo no, y él hizo las gestiones correspondientes. Con éxito. A partir de ahí, pasó otro buen pedazo de tiempo hasta que la editorial (Ediciones B) le dio salida. El libro salió publicado, no a mi entera satisfacción –la experiencia me ha permitido comprobar que ningún autor está jamás por completo satisfecho de cómo tratan sus libros las editoriales–, pero salió, y no se vendió mal, aunque, según es costumbre, fue retirado al cabo de pocos meses de las librerías y descatalogado visto y no visto.
Ahora, ya vueltos a mi propiedad los derechos de la obra por el paso del tiempo, Ramón Akal, a quien el libro cayó en gracia, me habló de la posibilidad de reeditarlo. Hube de revisarlo para actualizar sus referencias coyunturales y hacerle algunos pequeños retoques más, aprovechando para añadirle un prólogo explicativo y para recuperar el título original: la editorial no lo consideró comercial y lo cambió por Matrimonio, maldito matrimonio. Ahora se llamará, como cuando lo escribí, Cómo superar el matrimonio en 15 días y vivir con la obsesión eternamente.
Cuando repasé el texto del libro para actualizarlo, sentí una poderosa sensación de distanciamiento con respecto a lo que escribí hace dos décadas. La atribuí al hecho de que, de entonces a aquí, he acumulado más experiencia de la vida, lo que me ha vuelto aún más escéptico e inseguro, en estas materias más que en otras. En el prólogo digo algo así como que por entonces tenía muy pocas ideas claras sobre estos asuntos de amores y desamores y que ahora, tras examinarlos con más bagaje reflexivo, ya prácticamente no tengo ninguna. Comprobé de hecho que un buen puñado de afirmaciones tajantes de las que dejé constancia por entonces, incluso descontándoles la dosis de petulancia impostada que recorre el libro para darle tono de broma, no sería capaz de sustentarlas ahora, ni con tanto ni con mucho menos aplomo.
La idea que me ha asaltado ahora, mientras he repasado las pruebas de imprenta a la caza de alguna errata recalcitrante, ha sido distinta. Me he dado cuenta de que el asunto no es que sepa más de estas cuestiones que hace 20 años, sino que, bien mirado el conjunto de la situación, ahora soy otra persona. Continúo llamándome Javier Ortiz, es cierto, y tengo una visión de la sociedad y del mundo muy similar a la que asumía por entonces, pero mi modo de encarar las relaciones sentimentales y mis centros de interés con respecto a ellas han experimentado una transformación decisiva. Una transformación que tiene aspectos positivos y aspectos negativos, según para qué, pero indiscutible, en cualquier caso.
La clave de esa transformación está, por supuesto, en el paso del tiempo. En que ese libro fue escrito por un hombre que tenía treintaitantos años y en que quien lo lee ahora tiene cincuentaimuchos. El asunto no es tanto que mis razonamientos se hayan vuelto más multifacéticos –que también puede ser– como que la maquinaria interna que se encarga de producir mis ideas y mis estados de ánimo ha visto alterarse poco a poco la materia prima con la que trabaja. A fin de cuentas, no tenemos un alma distinta del cuerpo. Los cambios físicos –y químicos– remodelan nuestras necesidades, ergo también nuestros centros de interés. En este caso es evidente: el autor de ese libro sentía verdadera pasión por los asuntos de ligues, amores varios, etc. El lector que soy hoy no menosprecia esas cuestiones, ni mucho menos, pero las tiene mucho más relativizadas y controladas. Y no le obsesionan, desde luego. Por decirlo aún más claro: hoy en día no perdería un mes escribiendo un libro no ya como ése, sino sobre esas cuestiones. Pero no porque crea que no tienen interés. Al contrario, estoy seguro de que habrá decenas de miles de personas (no ya de menos de 50 años, sino incluso de más, pero distintas de este Ortiz que soy ahora) que seguirán dándoles vueltas y más vueltas. Que seguirán, como yo mismo escribí en el título, «viviendo con la obsesión eternamente».
A lo mejor a ellas este librito, aparte de hacerles sonreír de vez en cuando, les suscita alguna reflexión de interés. Confío en ello.