Publicaba ayer El País una entrevista con José Ángel Iribar, el célebre futbolista de Zarautz que fue reputado guardameta del Athletic de Bilbao y ejerce ahora en horas libres de seleccionador de la formación nacional vasca de fútbol. La entrevista me pareció interesante. Me sirvió para enterarme, entre otras cosas, de cómo un abertzale se las arregló en su día, en pleno franquismo furibundo, para lograr que coexistieran sus convicciones políticas y su encuadramiento en un equipo que representaba a España y que se revestía de los signos externos del españolismo, incluso los más ultramontanos.
Francamente menos interesante me resultó, en cambio, lo que respondió cuando le preguntaron por los sentimientos que le produce el hecho de que el Athletic de Bilbao esté presidido en estos momentos por una mujer, Ana Urkijo. Dijo Iribar: «Euskadi es un matriarcado. Así que es en cierta parte lógico tener una presidenta. En mi país mandan ellas, ya lo sabe».
No valdría la pena salir al paso de semejante argumento si no fuera ésa una idea muy extendida. Son muchos, en efecto, los que dicen, como si fuera algo bien establecido, que Euskadi es un matriarcado.
El matriarcado es un tipo teórico de organización social en el que las mujeres predominan en los órdenes más variados, incluyendo el político y el económico, y en el que la herencia –punto clave–sigue la línea femenina. El negativo de la sociedad patriarcal, en suma. Según los estudiosos del asunto, no ha existido nunca ninguna sociedad que haya tenido una estructura realmente matriarcal.
En todo caso, está fuera de toda duda que Euskal Herria jamás ha funcionado así. En tierra vasca, la riqueza y el linaje familiar se han transmitido siempre de los padres (hombres) a los hijos varones. La nuestra ha sido siempre una sociedad patriarcal.
Lo que sí es cierto es que en Euskal Herria ha sido cosa frecuente, desde antaño, que las mujeres tuvieran un papel en la gobernación de la familia mucho más importante que el que se les reservaba en las sociedades vecinas. Particularmente en la administración –que no en la titularidad– de las disponibilidades económicas. Por lo que tengo leído y en parte visto, la institucionalización de esa práctica tuvo bastante que ver con el hecho de que eran ellas las que se encargaban de vender la producción agrícola del caserío, de efectuar las compras de abastecimiento y de relacionarse con la autoridad, cosa que hacían en castellano, idioma que casi ninguno de sus respectivos maridos e hijos conocía. (Todavía a mí me ha tocado conocer a chavales a los que les tocaba ir a la mili sin saber una jota de castellano.)
Pero lo fundamental, es decir, el ejercicio último y decisivo del poder y su transmisión a la generación siguiente, era cosa de hombres. Diga lo que diga Iribar y se apunten al tópico cuantos quieran, en Euskal Herria ni han mandado nunca ni mandan ahora las mujeres.
La existencia del mito del matriarcado vasco demuestra hasta qué punto se tiende a considerar las pautas patriarcales como naturales y lógicas. La estructura patriarcal está tan acendrada que, así que la regla encuentra algunas excepciones, aunque sean secundarias, en seguida aparece alguien que considera que el sistema entero ha sido subvertido, puesto patas arriba o vuelto del revés. En cuanto las mujeres mandan algo más, los hay que dictaminan que ya se han hecho las dueñas.
Puede parecer paradójico, pero no lo es: que se hable de la existencia de matriarcado es otra prueba más del enorme predominio del sistema patriarcal.