Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán. «¿Qué te está pareciendo este último tramo del juicio del 11-M?», se interesa. «Pues, si quieres que te diga la verdad, Gervasio, me está pareciendo poco, porque apenas lo estoy siguiendo», le respondo. Se extraña: «¿Cómo es eso? ¿No te interesa un asunto de tanta importancia?» «Lo que no acaba de apasionarme es el juicio», le digo. «Saqué mis conclusiones generales al principio, y los asuntos más de detalle me dejan bastante frío. Que si éste participó de esta o la otra manera, que si aquel fue autor intelectual, instigador o jaleador en la sombra, que si la composición del explosivo utilizado… Son extremos que tendrán mucha relevancia penal, no lo dudo, pero que carecen casi por completo de trascendencia política».
A Gervasio le extrañó que descartara desde el principio la posibilidad de que los atentados del 11-M hubieran resultado de la colaboración entre ETA y la mezcolanza de delincuentes y fanáticos a los que la acusación fiscal atribuye la autoría. En las primerísimas horas que siguieron a las explosiones, cuando aún no se conocía nada (empezando por la magnitud del horror, siguiendo por las declaraciones de Otegi y continuando por el hallazgo de la furgoneta), pensé que la barbaridad podía ser obra de ETA. Una vez puesta de manifiesto la participación directa en los hechos de obsesos religiosos adoradores de Al Qaeda, ya dejé a ETA fuera de mis sospechas. No sólo porque ETA nunca ha realizado atentados mano a mano con otra organización, sino porque, además, en esa época lo hubiera hecho todavía menos: estaba obsesionada por el temor a las infiltraciones policiales y un grupo de esa procedencia tenía todas las posibilidades de llevar a la Policía no ya detrás, sino dentro. Mi convicción se convirtió en casi absoluta –diría absoluta del todo si no fuera porque huyo de los absolutos como de la peste–, cuando supe que, además, se trataba de un grupo con fuertes componentes de delincuencia común. Con gente así, ETA no colaboraría ni en una partida de bolos.
«Pero, ¿crees tú realmente que la banda esa de desgarramantas que se sienta en el banquillo de los acusados pudo ser capaz de organizar una serie de atentados de tanta complejidad?», se extraña Gervasio.
Ése es otro argumento que he oído mucho y que no me conmueve nada. Para empezar, los tales desgarramantas fallaron en la parte más compleja del asunto, que era la coincidencia entre los trenes. Lo que acabaron haciendo fue tremendo, pero no demasiado complicado. En segundo lugar: si a un Gobierno como el de EEUU le basta con sentar a un solo acusado en el banquillo para afirmar que ha juzgado los atentados del 11-S (a un acusado que, ya que hablamos de desgarramantas, podría presentarse a un concurso de la especialidad con plenas posibilidades de éxito), ¿qué tiene de ridículo lo logrado por la Policía española en la investigación de los crímenes del 11-M? Cuando hizo el ridículo la Policía española –eso sí, a conciencia–, fue durante toda la fase en la que los atentados se fueron gestando; no luego.
Teniendo claros esos dos asuntos, y el primero en particular, el resto me resulta muy secundario. Hay días que presto algo más de interés al juicio, otros que menos y algunos, nada: oigo los titulares y me vale. No veo que haya nada que obligue a especializarse en esta causa a un comentarista de la realidad que mete las narices en tropecientos aspectos de la vida en sus más variadas manifestaciones.
Que la mies es mucha, y el obrero, autónomo.