El Arzobispado de Madrid ha decidido cerrar la Parroquia de San Carlos Borromeo, situada en el barrio de Entrevías. Se trata de una parroquia de vieja y honda tradición solidaria, respaldada por la labor de tres curas (Enrique de Castro, Pepe Díaz y Javi Baeza) y de un montón de gente de muy diversa suerte y condición. La parroquia ha dado apoyo y, a la vez, se ha nutrido de la participación de mucha gente excluida, y de otra dispuesta a romper con la exclusión. En Madrid ha alcanzado particular notoriedad la labor que los tres curas han realizado en el respaldo a muchos chavales de la calle.
Una tarde de diciembre de 2001 me invitaron a intervenir en una de sus reuniones. Acudí con gusto. Creo que tiene sentido recuperar el comentario que escribí al día siguiente en mi Diario de un resentido social contando lo que había visto en Entrevías. Lo títulé El Tercer Mundo de ahí al lado y decía esto que sigue:
«Mesa redonda sobre la aplicación aberrante de la Ley del Menor y su tratamiento informativo. Ayer, en la Parroquia de San Carlos Borromeo, en Entrevías. La regenta el cura Enrique de Castro, viejo luchador de mil lides. Se suponía que debíamos intervenir Eduardo Haro Tecglen, José Luis Martín Prieto y yo.
Refractario a la impuntualidad, decidí acercarme con tiempo: no sabía ni dónde estaba la Parroquia ni con qué circulación me iba a topar por el camino. Finalmente, llegué con bastante antelación.
La iglesiuca, con una extraña forma de ermita campestre, estaba cerrada todavía. Un barbudo con aspecto de sin techo me gritó: «¡Ahora abren, jefe! ¡A las siete y media!».
Eché una ojeada a la fachada, llena de pintadas, presididas por un cartel de publicidad de un restaurante chino. Jamás había visto publicidad en una iglesia. Bueno, sí, en sentido amplio. Pero no como ésta.
Aproveché para pasear por el barrio.
Me vi sumergido en otro mundo. Los comercios, las conversaciones -incluso el idioma: el modo de hablarlo-, las vestimentas... Me sentí en otro país, en otro continente. La madre diciéndole a la hija embarazada, jovencísima: «¡Pues yo no conozco a nadie que se llame Melodía!». La tienda de «El Pinturas». El dependiente de comestibles, chino, con su niña sentada en el cochecito, detrás del mostrador, mirándola preocupado («¿Pol qué llola?»)...
Era un extraño. Y se daban cuenta.
Estoy acostumbrado a hablar de la pobreza; no a verla. Y está claro que la pobreza tampoco tiene costumbre de verme a mí.
Aquello fue sólo el arranque de un viaje iniciático por el Tercer Mundo del Primer Mundo, que duraría hasta las tres y media de la mañana. Porque luego vino la charla en esa iglesia que ya no es iglesia -o no lo es según los cánones tradicionales-, y mi perorata intelectual, vergonzosa, ridículamente abstracta, seguida del testimonio apasionado de un periodista de Canal Sur Radio que lleva un programa sobre presos o, mejor dicho, con presos, y un coloquio vivísimo de más de dos horas, cualquier cosa menos convencional, en el que fueron saliendo a borbotones los casos de injusticia palmaria protagonizados por funcionarios de un Estado orwelliano para los que una familia pobre es sólo un grupo de riesgo, y la cena posterior con veinte de ellos -más y más testimonios: Dios mío, qué angustia-, y también las risas, cómo no, y la sencillez, y las muestras de afecto...
Esta mañana me he levantado con la sensación de que la noche de ayer me cambió algo. Algo por dentro. O por fuera. No sé qué.
Ah, me olvidaba: Martín Prieto y Haro Teglen no se presentaron.» (Diario de un resentido social, 4 de diciembre de 2001)
Pero a lo que ellos querían que diera publicidad no era a su labor personal, sino a los problemas de los chavales a los que trataban –tratan– de sacar adelante. De modo que al sábado siguiente publiqué en El Mundo una columna titulada Otra vez los 400 golpes. Reproduzco también su texto. Rezaba así:
«El padre de Antoine Doinel estaba convencido de que el chaval no tenía remedio; era un caso perdido. La madre de Antoine no, pero estaba demasiado ocupada atendiendo a su amante como para ocuparse realmente de él. Así que Antoine pasó de una casa opresiva y una escuela opresiva a un centro de detención de menores todavía más opresivo. Hasta que huyó.
Truffaut filmó Les quatre cents coups en 1959. Podría rodar una nueva versión en 2001 y en España. Sólo que le quedaría mucho más triste. Y más indignante. Y mucho más, infinitamente más orwelliana.
Es un círculo vicioso. Primero se crean las condiciones que favorecen que haya gente rematadamente pobre. O tirada. Luego se decide que esa gente constituye un grupo de riesgo, que no está en condiciones de mantener a sus hijos y de proporcionarles una educación adecuada. En consecuencia, se les arrebata su tutela. Y si ya están creciditos y dan muestras de hostilidad hacia la vida ¿cómo no darlas, cuando la vida no ha parado de maltratarte? se les recluye en Centros de Protección.
Se trata de procedimientos de una frialdad inaudita. Y administrativa: son los organismos de la Administración los que deciden, sin tutela judicial efectiva, sin que rija para nada el principio de contradicción. He tenido la oportunidad de conocer un buen puñado de casos. La abuela que cuida al nieto con constatado fervor, pero un médico, tras un examen sumario del niño, sospecha ¡sospecha! que puede estar sufriendo malos tratos: adiós tutela. El padre senegalés y la madre gitana que se quedan sin trabajo durante un par de meses: adiós tutela, aunque al cabo de ese tiempo ya estén trabajando de nuevo. La madre alcohólica que sigue una cura de desintoxicación y la supera: llegaste tarde, María de Magdala. Adiós tutela.
Estoy hablando de casos documentados. La Coordinadora de Barrios de Madrid presentó el pasado miércoles en el Congreso de los Diputados un informe exhaustivo al respecto. El enésimo informe, esta vez sobre los Centros de sedicente Protección. Lo he leído. He leído folios y más folios sobre los criterios burocráticos con los que se decide el internamiento de chavales en esos centros. Chavales con carencias afectivas como catedrales a los que se encierra en minicárceles aún más desprovistas de afecto, que funcionan con reglamentos que son mera copia de los de las cárceles y que, en algunos casos, están regentadas por fascistas confesos. Chavales que, cuando consiguen huir, como Antoine Doinel, y entrar en ambientes realmente acogedores, tienen un comportamiento perfectamente normal. O mejor que normal, porque es crítico.
¿Nadie va a hacer nada para que cese tanta monstruosidad?» (El Mundo, 8 de diciembre de 2001)
Alguien sí ha hecho algo: Rouco Varela, que ha decretado el cierre de la Parroquia. Ha actuado movido por una natural reacción de autodefensa: no le convenía en absoluto que siguiera existiendo esa demostración palpable de que otra Iglesia es posible. Suyo ha sido el golpe 401.
Curas y parroquianos se han constituido en Asamblea permanente. No es gente que esté acostumbrada a rendirse. Quieren convencer al Arzobispado de Madrid de que debe dar marcha atrás, así sea sólo por cálculo: a su ya maltrecho prestigio no le conviene nada el descrédito que esta operación represiva le puede acarrear.
Están recibiendo muchos apoyos, pero necesitan más.
El mío lo tienen, desde luego. Incondicional.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (3 de abril de 2007).