Leer a Shakespeare (y a Cervantes, y a tantos otros, pero pongo a don Guillermo como cumbre, porque así lo veo, allá arriba) nos fuerza a realizar un implacable ejercicio de introspección a todos cuantos nos dedicamos a escribir.
¿Para qué insistir en esa práctica, si jamás, mediocres de nacimiento, nos acercaremos a nada parecido?
Yo lo tengo más o menos claro, y cuidado que me ha costado aceptarlo. Lo hago, desde luego, para vivir (y en eso, en eso sólo, me parezco al maestro).
Porque es por lo que me pagan.
Pero no.
Escribo por lo mismo que los negros cantaban en las plantaciones de algodón del sur de los Estados Unidos. Lo hago para tratar de exteriorizar –de reconvertir– mi pena y de liberarme así de una parte de ella. Allí lo llamaron blues, o sea, tristezas. Pero existía ya desde muchísimo antes. En el Mediterráneo lo bautizaron con el bello nombre de poesía. En Grecia hablaban también de melancolía, que significa (supongo que lo sabréis) «bilis negra».
Un aventajado discípulo de Shakespeare, Sigmund Freud, lo racionalizó, lo reconvirtió, lo tumbó en un diván y lo llamó psicoanálisis.