Ayer mencioné la portada de El Mundo del 31 de mayo de 1990 evocando los tiempos en los que ese periódico –en el que sigo escribiendo y publicando dos veces por semana– tenía una línea editorial bastante coincidente con las posiciones que yo sigo haciendo mías en la actualidad. Cité ese número de El Mundo, pero no pude hacerlo con la debida precisión porque, como conté, no tenía a mano el ejemplar correspondiente. Ignacio Escolar se hizo eco de ello en su muy útil y visitado blog (www.escolar.net) y, al cabo de pocas horas, ya había un lector que colgaba un pdf con la portada de marras. ¡Gracias!
La lectura de aquella primera
página, que reproduzco infra, demuestra
que, en efecto, como ya avanzaba en mi comentario, mi memoria es tirando a
aproximativa. El título del pie de foto no hablaba de Mauthausen. A cambio, en
el texto se aludía a «los horrores del nazismo». O sea, que más o menos.
Para ahorraros el trabajo de ampliar
la imagen, incluyo al final los dos textos en los que El Mundo se refirió a esa foto y ese asunto. Me consta que el pie
de foto de portada fue cosa mía. El pequeño editorial asociado no lo sé; creo que no.
Entonces yo no era todavía subdirector de Opinión –es decir, no era editorialista–,
pero, en tanto que jefe de Redacción y opinante full time, metía algo de baza.
De lo que sí estaba encargado por entonces era de elegir la cita de autor que aparece todos los días en el frontispicio del periódico, justo debajo de la cabecera. Aquel día seleccioné una frase de Teresa de Ávila, más conocida por Santa Teresa. Decía: «Si no hemos perdonado nosotros, demos sentencia contra nosotros, que no merecemos perdón». ¡Qué hermosa, qué impecable, qué penetrante reflexión, venida de una época en la todavía no era infrecuente que los cristianos ejercieran de cristianos! Cuando la he leído hace unas horas, se me ha ocurrido emparentarla con otra de El Padrino, de Coppola. Es la misma idea, sólo que elaborada sin intención ética, con espíritu fríamente militar (o mafioso, que para los efectos tanto da). «Nunca odies a tus enemigos. Si los odias, no podrás juzgarlos», sentenciaba el personaje que inmortalizó Al Pacino.
Se equivocará, en cualquier caso, quien crea que he sacado a relucir esta historia para afear a la dirección de El Mundo su cambio de orientación editorial. Cualquiera que haya seguido el rastro de mi huella escrita sabe que siempre he defendido el derecho de los demás –digo «de los demás» porque a mí nunca me ha hecho demasiada falta ejercerlo– a cambiar de opinión ante cualquier dilema ideológico, político o social.
Cuando he defendido ese derecho, sólo he puesto interés en subrayar dos extremos, y en ellos vuelvo a insistir en esta ocasión.
1º) Me merece mucho más respeto el cambio de ideas de aquel que se adhiere a otras peor cotizadas en el mercado de la compra-venta ideológica que el de quien cambia de rollo para adherirse a otro más cómodo, mejor aceptado y más en boga. En varias ocasiones he puesto el ejemplo bastante ilustrativo, en mi opinión, de Jorge Verstrynge, que se ha ido escorando más y más hacia la izquierda, hasta ser malísimamente mirado por quienes hace años quisieron elevarlo a los mayores altares. Él sostiene que es mentira que haya salido perdiendo, y entiendo muy bien en qué sentido lo dice, pero la suya fue una apuesta decidida a favor de los perdedores, lo que lo hace digno de (mi) estima.
2º) Lo que no sólo no acepto, sino que además me repatea los higadillos hasta dejarlos hechos fosfatina, es que algunos individuos que optan por abandonar el ideario que fue el suyo y deciden abrazar otro diametralmente opuesto se lancen a afirmar con total aplomo, en su nuevo papel de conversos, que aquellos que nos mantenemos en la defensa de las ideas que ellos sostuvieron durante mucho tiempo no somos, en realidad, sino basura, gentuza de la peor calaña y enemigos de cuanto de decente hay en esta vida. ¿Es así como juzgan su propio pasado?
Eso es lo curioso: que no. En lugar de inclinar mansamente la cabeza y admitir que la lucidez no ha sido su más acreditada especialidad, como atestiguan sus bandazos, se dedican a descalificar a sus anteriores compañeros de viaje con el mismo fervor con el que se proclaman adalides de la última Verdad Absoluta descubierta.
De modo que es lícito cambiar, por supuesto, pero deben hacerlo, quienes lo quieran, admitiendo que cambian (condición primera) y respetando debidamente a los que no cambian, en la conciencia de que tienen sus buenas razones (como ellos saben muy bien, porque las sostuvieron en el pasado).
Fuera de eso, tampoco tengo nada en contra de que cada cual vaya situándose donde se encuentre más cómodo. Feliz él: otros no tenemos más posibilidad que vernos siempre mal mirados.
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Y ahora, las adenda que he prometido.
Primera, el pie de foto de la portada del El Mundo del 31 de mayo de 1990. Decía así:
«En España, en 1990
»Esta imagen no procede de los archivos de los horrores del nazismo ni de ningún campo de refugiados del Tercer Mundo. Esta fotografía ha sido tomada hace muy pocos días en un hospital español y corresponde al grapo Fernando Fernández. Las bandas que unen sus esqueléticas extremidades a la cama son las ligaduras que lo mantienen atado al lecho, para impedir que se desprenda de la alimentación forzosa. El Mundo considera que ésta es una forma de tortura y que ningún ser humano merece tan indigno trato cualesquiera sean sus delitos. Según fuentes próximas a sus defensores, otros 17 reclusos se encuentran en un estado similar.»
Y éste es el pequeño editorial que ese mismo día El Mundo dedicó al hecho en sus páginas de Opinión. Dijo:
«Una forma de tortura
»La doliente imagen del grapo Fernando Fernández, convertido ya en despojo humano, apurando las últimas semanas, tal vez los últimos días de su vida, ocupa hoy un sitio destacado en la portada de El Mundo. Un horror que vale más que mil palabras y que aspira ser un aldabonazo en la sensibilidad de una sociedad indiferente al dolor ajeno, a veces demasiado pendiente de la condición política de estos seres humanos. Pero la imagen pretende ser, sobre todo, un toque de atención a la conciencia del Gobierno, pasivo ante el tremendo problema y esquivo a la hora de asumir responsabilidades. Porque le concierte, y mucho, lo que muestra descarnadamente la foto, por más que el ministro de Justicia Enrique Múgica se empeñe en decir que el Ejecutivo no tiene nada que ver con la muerte de los grapos en huelga de hambre. Al Estado, en última instancia, le interesa fijar en su retina el lastimoso estado del preso y reparar, sobre todo, en las gruesas correas con las que está atado de pies y manos a la cama. Una forma de tortura que no merece ni Fernando Fernández –un terrorista con un siniestro historial delictivo a sus espaldas– ni ninguna otra persona, independientemente de los delitos que haya podido cometer.»