La peripecia seguida por la selección iraquí de fútbol, que ha ganado la Copa Asia, tiene ribetes tragicómicos, pero resulta, en lo esencial, patética. Su seleccionador, el brasileño Jorvan Vieira, admite que al principio tuvo dificultades para conseguir incluso que los jugadores de diferentes orígenes étnicos y religiosos se pasaran la pelota entre sí. Hubo de prescindir de varios por ese motivo. No sin trabajo, logró finalmente superar ese escollo, y con éxito, pero ahora el problema es que los futbolistas no se atreven a regresar a Irak. Temen ser asesinados: los unos por los unos, los otros por los otros y el resto por los de más allá.
Esa realidad, por injustificable y espantosa que la consideremos –y con razón–, tiene un sentido difícil de eludir: no siendo Irak realmente una nación, no resulta fácil que produzca una selección nacional. Cualquier persona medianamente informada sabe que el Estado iraquí fue una creación perversa de las potencias coloniales en retirada, que concentraron su esfuerzo en dejar la región sembrada de estados tan heteróclitos, tan abigarrados, tan íntimamente contradictorios, que se vieran en la imposibilidad de unirse para cualquier misión superior que pudiera contrariar los intereses de las ex metrópolis.
De todos modos, y hecha la salvedad de las condiciones tan especiales del fútbol nacional iraquí, lo suyo no deja de estar emparentado –levemente emparentado, pero emparentado– con otros absurdos derivados de los patriotismos o antipatriotismos deportivos y, más en general, de los sectarismos que toman el deporte por bandera, de uno u otro modo.
Pongo algunos ejemplos tomados de nuestro propio entorno, y que cada cual se los tome como quiera (pero dándoles un par de vueltas mentales antes de desdeñarlos, si es posible).
Ejemplo primero: aquí hay gente de mucho fuste mediático que es capaz de discutir largo y tendido sobre si los jugadores de la selección de la Federación Española de Fútbol (entidad que, si no me equivoco, es de derecho privado) lucen con mayor o menor donaire la enseña rojigualda… ¡en el borde de sus medias! Lo que implica, obviamente, una valoración crítica de su mayor o menor grado de españolidad. La cuestión es determinar –dicen– “si sienten los colores”.
Siguiente asunto: éste es un país en el que la lucha entre chiíes y suníes se expresa en que si un equipo de suníes juega en un campo de chiíes, los seguidores de los primeros les gritan en tono evidentemente beligerante: “¡España, España!”. Es también un país en el que la megafonía de un estadio demuestra que sus dueños han decidido que un jugador no puede llamarse Oleguer, nombre catalán, razón por la cual lo presentan como “Olegario”, en recio castellano. Y que la Constitución diga sobre las lenguas lo que le dé la gana.
Tercer asunto: vivimos en una colectividad que sólo se interesa por unas u otras prácticas deportivas si hay alguno de la aldea (más o menos amplia) que triunfa en ellas. Lo que explica que durante decenios nadie prestara por estos lares ninguna atención a las carreras de motos de elevada cilindrada, ni a las competiciones de Fórmula 1, y que de golpe y porrazo haya millones de nacionales apasionados por las unas y por las otras, y capaces de discutir sobre neumáticos de agua o de seco hasta la saciedad. Algunos deportes, tales como el golf y el tenis, experimentan oscilaciones espectaculares en la atención general según haya un Ballesteros, un García, una Arantxa o un Nadal que están en la cumbre o bien la cima de tales especialidades se quede desierta de coterráneos de éstos que con tanta frecuencia fijan su residencia en un paraíso fiscal, no vaya a ser que su dinero sirva para que se costee un asilo o una guardería en España.
¿Cómo se llama todo eso? Podría muy bien calificarse de patriotería cutre.
O, directamente, de papanatismo.
Suele decirse que las competiciones deportivas son un
modo de sublimar las pulsiones bélicas de tribu, secta o nación. Tal vez
deberíamos plantearnos cómo conseguir que no hubiera pulsiones bélicas de ese
género.
Competición limpia, sin trastiendas tribales, sin rencores históricos. Rivalidad -incluso amistosa- entre personas, sin más.