El Defensor del Pueblo se muestra muy crítico con el proceso de paz en Euskadi. También con el Estatut catalán, cuya promulgación va a recurrir ante el Tribunal Constitucional.
Hace ya años que el Defensor del Pueblo, en la actualidad Enrique Múgica Herzog, expresa opiniones políticas que están más en sintonía con el PP que con el partido con el que supuestamente se identifica, que es el PSOE.
Que sintonice con el PP es lo de menos. Lo de más es que no debería manifestar ninguna opinión de carácter partidista, al menos cuando habla en tanto que Defensor del Pueblo.
Hace años que Enrique Múgica apenas hace nada que quepa identificar con la responsabilidad institucional y suprapartidista que ostenta, sea porque lo que hace es llamativamente partidista, sea porque no hace nada, de ningún tipo, salvo pasárselo bien, fumar grandes puros –todo un ejemplo sanitario– y lucir su palmito en los palcos taurinos y futboleros.
La culpa no la tiene él. Siempre ha sido así. En el fondo, quiero decir. Siempre se ha comportado con una total desenvoltura. Todavía me acuerdo de cómo se desenvolvía en los tiempos de la Transición, cuando era uno de los responsables de la financiación del PSOE. ¡Ay, qué maletines aquellos! No se tomaba el trabajo de disimular, por lo menos con la gente más próxima.
(En mi caso la proximidad era geográfica: ambos donostiarras; él, amigo de mis hermanos mayores; sus padres y abuelos, clientes de la gestoría de mi padre... ¿Cómo se llamaba su abuelo? Willy Herzog Grauer, creo recordar. Sería un perfecto desagradecido –y no lo soy– si me olvidara de las muestras de deferencia que he recibido de Enrique Múgica. En especial en aquella ocasión, en 1976, cuando hizo gestiones ante el entonces ministro de la Policía, Rodolfo Martín Villa, para que su gentuza de la Brigada Político-Social no me torturara. No tuvo éxito, pero lo intentó.)
Lo de la Oficina española del Defensor del Pueblo es ejemplar. Tuvo durante años a su frente a una perfecta nulidad, Fernando Álvarez de Miranda, que llegaba a dormirse sobre la mesa de su despacho cuando le tocaba repasar papeles. Su preparación jurídico-política era tan excelsa que en cierta ocasión tuvo que llamar por teléfono a «un experto» para que le explicara que era «eso del derecho de autodeterminación» del que le estábamos hablando. Volvió escandalizado: «¡Que me dicen que eso podría suponer la independencia de las regiones!», clamó, en medio del apenas disimulado cachondeo general. Era tan mediocre que daba hasta pena. Tuvieron luego al frente del tinglado a dos adjuntos realmente competentes. Uno, Antonio Rovira, que, como era inteligente, sensible, discreto en la expresión de sus opiniones políticas personales, fino jurista y buena persona, se lo quitaron de encima en cuanto pudieron. El otro, un hermano de José María Aznar que honraba el apellido. También lo marginaron. España es así.
Múgica ha conseguido que la Oficina española del Defensor del Pueblo regrese a los tiempos de Álvarez de Miranda: no sirve para casi nada, y para lo poco que sirve es malo. ¿Gracias a quién? Gracias al PP, que tuvo la habilidad de encontrar a un militante socialista que ideológica y políticamente es de los suyos, y a tope. No hay problema: si Enrique lo deja o hay que quitarlo de ahí por fuerza mayor, siempre cabrá recurrir a alguna Rosa Díez o algún Nicolasín Redondo que se muestre a la bajura de las circunstancias.