El presidente del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, Patrick Robinson, ha lamentado que la súbita muerte del Slobodan Milosevic haya impedido que se dicte un veredicto sobre los cargos de genocidio y crímenes contra la humanidad que se habían formulado contra él. El juez tiene razón en términos técnicos, pero sabe muy bien que la realidad es otra. No puede ocultársele que casi todos los comentarios publicados tras la desaparición del mundo de los vivos del que fuera presidente de Yugoslavia han dado por probada la totalidad de los delitos de los que estaba acusado, e incluso más que ni siquiera llegaron a formularse contra él.
En esas condiciones, no cabe duda de que el muy extraño fallecimiento de Milosevic le ha venido de perlas al Tribunal de La Haya, que ha obtenido una condena de facto sin tener que probar ni argumentar nada.
Vale la pena preguntarse por las razones de la evolución que ha seguido el juicio contra Milosevic, que empezó hace cuatro años y medio como un gran espectáculo, rodeado de cámaras y micrófonos, y que en cosa de pocas semanas fue desapareciendo de los noticiarios, hasta perderse en el olvido. El interés por aquel circo se apagó a toda velocidad en cuanto se vio que el ex presidente yugoslavo era capaz de responder a las acusaciones del tribunal aportando datos que venían a probar que sus enemigos, incluidos los de la OTAN, no habían tenido un comportamiento mucho más presentable que el que se le reprochaba a él. Recuérdese –o sépalo quien lo ignorara– que hoy en día ya no hay duda de que algunas de las matanzas que se le atribuyeron durante aquella guerra fueron meros montajes propagandísticos, fabricados para inclinar a la opinión pública occidental del lado de la intervención, y que hubo hechos de guerra muy luctuosos que le fueron reprochados y que, en realidad, habían sido actos de provocación de la parte opuesta.
El peligro que presentó el discurrir del juicio de La Haya no fue que Milosevic pudiera demostrar su inocencia angelical, ni mucho menos, sino que quedara patente que las fuerzas que lo derrocaron, con la OTAN al frente, también cometieron actos abominables, contrarios a las leyes de la guerra y merecedores de enérgico castigo. Si de veras se hubiera tratado de que un tribunal imparcial sometiera a juicio a los criminales de guerra de ese conflicto, en el banquillo de los acusados debería haberse sentado también no poca gente del otro bando.
Lo mismo pasaría si a alguien se le ocurriera constituir un tribunal internacional para juzgar los crímenes de guerra cometidos en Irak. Pero no existe tal peligro. Mientras haya vencedores y vencidos, ese género de tribunales siempre los montarán los vencedores para pavonearse a costa de los vencidos.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: El caso Milosevic.