El ya celebérrimo cabezazo de Zinedine Zidane a Marco Materazzi sigue dividiendo las opiniones de los aficionados. ¿Hizo bien Zizou o el suyo es un comportamiento antideportivo intolerable? «No debieron premiarlo como mejor jugador del Mundial», me dice mi amigo Gervasio Guzmán. «Supone un pésimo ejemplo para los niños a los que se trata de educar en valores», sentencia. Zidane debe de compartir el punto de vista de Gervasio, no sé en qué medida, puesto que ha declarado que a los únicos a los que pide perdón es a los niños. No obstante, hay un sector de la afición futbolística, con fuerte presencia en Francia, que sostiene que Materazzi se ganó a pulso que Zidane le zurrara y que hasta puede ser positivo que los jugadores como él se vayan enterando de que no todo vale sobre un terreno de juego.
Mi punto de vista es de ésos que –me imagino– no contentan a nadie. Trataré de explicarlo. Pienso que Zidane hizo mal, porque, de haber evaluado sus intereses con un mínimo de sensatez, habría comprendido que, si daba un golpe abierto e indisimulado a Materazzi, sería expulsado, lo que tendría tal cantidad de inconvenientes tanto para su equipo circunstancial (la selección francesa) como para su propia carrera como deportista, a punto de clausurarse, que le perjudicaría muchísimo más a él que a Materazzi. En consecuencia, debería haberse controlado.
Esta condena de su acción, como puede apreciarse, es meramente funcional; no ética. No afecta en principio a la posibilidad de que Zidane hubiera arreado un buen bofetón a Materazzi una vez terminado el partido, en el propio terreno de juego o en cualquier otro lugar (siempre, en todo caso, delante del máximo de fotógrafos). En el caso de que hubiera aplicado el dicho, tan propio de mis tiempos escolares, de «A la salida te espero».
Marco Materazzi es un jugador tan violento y malintencionado como taimado. Su carrera está repleta de agresiones, físicas y verbales, materializadas siempre con disimulo, escudándose en lances del juego, para eludir el castigo que merecen. Los aficionados del Villarreal recordarán el alevoso codazo que le propinó a Sorín el pasado 4 de abril, cuando le partió la cara para darle al Inter lo que ese equipo, ahora castigado colectivamente, era incapaz de obtener jugando al fútbol. En el mundo del fútbol, Materazzi es un caso destacado, pero no aparte. No hablo de jugadores que un mal día pierden los nervios y cometen una agresión, sino de aquellos que convierten la agresión en su modo natural de desenvolverse en el campo. Como quiera que la UEFA y la FIFA no toman las medidas necesarias para cortar en seco las carreras de los desaprensivos de ese género, que encima se las dan de «muy hombres», confieso que no me siento moralmente ultrajado cuando alguien les da el cachete que se merecen.
Tampoco me conmueve demasiado la apelación de mi amigo Gervasio Guzmán a la educación de los niños «en valores». Tengo mis serias dudas de que realmente se esté educando a los niños de ahora conforme a los principios estrictos de la no violencia. ¿Se les enseña que el Estado es un aparato de dominación cuya última razón es la capacidad que tiene para imponerse por la violencia? Mucho me temo que se esté enseñando a los niños que son malos los actos de violencia aislados y por libre, pero que no se les ilustre nada sobre la perversión de las violencias estructurales que imperan en las relaciones sociales, nacionales e internacionales. Habría que discutir si, cuando se les dice que no deben responder a las agresiones, sino que deben esperar a que la autoridad las detecte y las castigue, se les está educando en la no violencia o en la resignación.
Lo cual ya desborda bastante el terreno de las disputas futbolísticas.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trataba de lo mismo en El Mundo: Ecos del cabezazo.