Los dirigentes de varios partidos con importante peso institucional, tanto en el País Vasco como en el conjunto español, vienen insistiendo desde hace tiempo en que sería fundamental que Batasuna condenara la violencia de ETA, porque eso abriría la posibilidad de que ese partido participara en los procesos electorales venideros, lo que concedería representación institucional a un sector del pueblo vasco que hace tiempo no podemos cuantificar de modo preciso ya que no puede concurrir como tal a las elecciones, pero que no parece descabellado presuponer relativamente importante, dada su presencia social.
Esta insistencia merece ser considerada desde diferentes ángulos.
En primer término: estaría bien que Batasuna desaprobara la violencia de ETA en sus diversas manifestaciones, lo mismo que la acción de los practicantes de la kale borroka, pero eso al margen de cualquier repercusión electoral, por la muy elemental razón de que se trata de una violencia injustificada que daña a muchas personas que desde luego no lo merecen y supone una traba grave para el planteamiento y la progresiva materialización pacífica de las aspiraciones de la mayoría de la sociedad vasca (y me refiero en este caso a las aspiraciones de todo tipo; no sólo a las relacionadas con la llamada «cuestión nacional»).
Esta convicción la tenemos no sólo la gran mayoría de los ajenos a Batasuna, sino también muchos de los que simpatizan en una u otra medida con la propia Batasuna y con la izquierda abertzale, en general, como ha demostrado el hecho de que, cada vez que esa formación política ha acudido a las urnas, con uno u otro nombre pero en momentos de ausencia de violencia, ha crecido de manera notable su peso electoral, y al revés.
Es más discutible, en cambio, el argumento según el cual el repudio público de Batasuna de las formas violentas de lucha fuera a permitir, como quien dice de manera casi automática, la normalización electoral de Euskadi. En ese sentido, la tan mencionada Ley de Partidos y el contexto político en que se viene aplicando no avalan la rotundidad de ese punto de vista, ni mucho menos.
Se habla del cumplimiento de la Ley de Partidos como si en ella se dijera que basta con que la organización ilegalizada haga tal o cual pronunciamiento para que regrese sin más a su anterior estado de legalidad. Y no es así. Esa Ley sirvió para ilegalizar a Batasuna (en sus distintas denominaciones), lo que tuvo como efecto su imposibilidad de presentar candidaturas, pero no fija ningún mecanismo de reversibilidad del proceso. La redacción de la Ley y la interpretación que se le ha venido dando ofrecen a los tribunales un margen de discrecionalidad muy grande. No está excluido que Batasuna cumpliera con lo que se le exige y que la autoridad judicial competente, tomando el pretexto que fuera (las posibles ambigüedades de tales o cuales extremos de la proclama, por ejemplo), decidiera frenar su vuelta a la legalidad, por lo menos provisionalmente, lo que dejaría las cosas más o menos en el punto en el que están (en peor punto, claro está, por el añadido de frustración que eso tendría).
Si la actual mayoría parlamentaria española tuviera un buen grado de sintonía con las más altas instancias judiciales del Estado, quizá todo ese engorroso proceso de desilegalización pudiera materializarse, y hacerlo en un plazo de tiempo conveniente, pero no lo tiene, ni mucho menos.
Todo eso, en el supuesto de que Batasuna se decidiera a entrar por esa vía. Que es mucho suponer. No sólo porque una parte de sus huestes, incluidos algunos dirigentes, creen que pasar por esas horcas caudinas supondría una humillación inaceptable, sino también por el temor a que, si dan ese paso y no se logra el fin pretendido, se les crearía una situación interna muy difícil de administrar.
En mi criterio, sólo habría una forma rápida y eficaz de salir del atolladero: que el PSOE propiciara la derogación de la Ley de Partidos. Algo técnicamente posible, pero políticamente… iba a escribir inimaginable. No lo haré, porque a mí la imaginación me da para mucho, pero sólo por eso.