No sé yo qué me ha dado este año, que me sale escribir de las fechas, los aniversarios y cosas de ésas, olvidando la actualidad, que está jugosa, por cierto, gracias a los inmigrantes estadounidenses, a Evo Morales... y a Enrique Múgica Herzog (¿cómo se le puede pedir opinión sobre las negociaciones con ETA al hermano de un asesinado por ETA? Sus respuestas son tan predecibles como un discurso de Acebes. Más, incluso, tratándose de Enrique, al que conozco desde mi infancia y del que me consta que, en asuntos de familia, es de una visceralidad que para sí quisiera Bin Laden).
Decía que me da por las fechas, y hoy es 2 de mayo, razón por la cual los vecinos de Madrid tenemos fiesta, cosa que he de agradecer al alcalde de Móstoles, a los fusilados de la montaña del Príncipe Pío y a Napoleón Bonaparte, que tuvo el detalle de llevarse al asqueroso de Fernando VII dejando a cambio a su hermano José, al que los madrileños llamaron «el Rey Plazuelas», por el esfuerzo que hizo por urbanizar la ciudad, lo que indignó a los vecinos de la Villa y Corte, que ya por entonces hubieran preferido ser gobernados por el PP. (También lo apodaron «Pepe Botella», cuando todo indica que era abstemio. Un conjunto muy celtibérico.)
Fuera de la cosa del día de fiesta, que está muy bien (a mí, si dan fiesta, me puede parecer bien hasta la Inmaculada Concepción, incluso con ese nombrecito), lo del 2 de Mayo y la llamada Guerra de la Independencia (de independencia de París y de dependencia de Versalles, es decir, de independencia de los republicanos franceses y de dependencia de la familia real francesa destronada y exportada, o sea, de los Borbones) me parece que el personal español de ideas más progresistas no acaba de tomárselo con el espíritu crítico que merece.
Aquello fue un desastre.
Es cierto que la culpa principal hay que atribuírsela a Napoleón, que fue especialista en un crimen no por históricamente recurrente menos intolerable: disfrazar sus ambiciones de conquista con los colores de la Revolución.
Por entonces, lo mejor de la sociedad española suspiraba por Francia y soñaba con Francia. En la mazmorra asfixiante que era la España de la época, la divisa del París de 1789 («Libertad, igualdad, fraternidad») sonaba a música celestial. Pero, casi por definición, la libertad, la igualdad y la fraternidad no pueden imponerse con la punta de las bayonetas. Carlos Marx, que fue un hispanista de pro –poca gente sabe que procuraba el sueño de sus hijas leyéndoles capítulos de El Quijote–, escribió una serie de excelentes artículos sobre los avatares españoles de la época (*) en uno de los cuales encontré una reflexión muy pertinente: decía que el gran drama de Napoleón fue que, al tratar de imponer por la fuerza en otros países los ideales de la Revolución Francesa, suscitó reacciones nacionalistas que, por pura lógica, se volvieron también contra los ideales revolucionarios. Menos fino que soy yo, resumiría la idea diciendo que a la gente no se le puede obligar a hostias a ser libre.
Marx, que era muy brillante, dijo muchas más cosas de interés sobre todo aquello (inolvidable su sentencia sobre las Cortes de Cádiz: «En Cádiz estaban las ideas sin acción; en el resto de España, la acción sin ideas»), pero para mí que su observación sobre lo esencialmente contradictorio de la invasión napoleónica retrató a la perfección lo que habría de ser el largo penar de la España del XIX, que cargó sobre sus espaldas la pesada losa de haber sido heroicamente reaccionaria.
Nada más normal
que el regreso a España del tarado de Fernando VII fuera acogido al grito de
«¡Vivan las caenas!»
Tiene ahora por aquí un descendiente que está en las mismas.
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(*) Los escritos de Karl Marx sobre España, traducidos al castellano, han sido recogidos desde comienzos del siglo XX en muy numerosas ediciones bajo el título de Guerra y Revolución en España. No lo he comprobado, pero doy por hecho que estarán en Internet. Recomiendo su lectura a la gente más curiosa.