Cuando leí ayer el comunicado de ETA, comenté que reunía una doble condición aparentemente paradójica: era tan disparatado como predecible.
Disparatado por dos razones elementales. Primera, porque ninguna fuerza armada puede pretender –sin hacer el ridículo, se entiende– que está en tregua pero que actuará cada vez que le venga en gana, sencillamente porque ésas no son las reglas de las treguas, sino las de la contienda. Y segunda, porque ninguna fuerza armada puede enfadarse porque el enemigo no colabore con ella, salvo que tenga al Gila de los chistes bélicos como referente teórico e inspirador estratégico.
Sin embargo, las lumbreras de ETA tienen esa costumbre (y de ahí que su comunicado resultara predecible): cuando dan un aviso de bomba y la policía española no desaloja el lugar con la antelación necesaria, se quejan de lo mal que las fuerzas del enemigo siguen sus instrucciones. ¿Y por qué confían en la eficaz y pronta colaboración del enemigo? ¿Y por qué presuponen que no hay mandos de la policía española con designios políticos particulares, que lo mismo no pasan por hacer lo que ellos quieren?
Se han cargado la tregua y, hagan los juegos florales que quieran, la cosa no tiene vuelta de hoja. Que se lo cuenten a los familiares de los exiliados y los presos, que ya habían empezado a ilusionarse con la cuenta atrás. Y pasen copia de ello a las asociaciones de inmigrantes ecuatorianos, que ya verán el uso higiénico que hacen de sus comunicados.
ETA vive marcada por una maldición histórica, que le persigue desde sus orígenes (y sé de lo que hablo). Cada vez que le surgen unos dirigentes que ponen cierto interés en pensar, aparecen otros que los quitan de enmedio. Éstos de ahora siguen sin asumir el cruel raciocinio que se atribuye a Luis María Ansón: para el Estado español, ellos no pasan de ser una úlcera, que duele y fastidia, pero no pone en peligro nada fundamental. El Estado español no sólo no corre riesgo, sino que se fortalece gracias a ellos, porque mientras estén ahí, poniendo bombas y matando, no habrá modo de plantear seria y serenamente otros problemas. El del federalismo, por ejemplo. O el del confederalismo.
Se lo dije hace un par de semanas a un importante líder del nacionalismo institucional vasco: «Estoy deseando que la maldita “cuestión nacional” se resuelva de una puñetera vez para que la izquierda vasca y la derecha vasca empecemos a hablar de lo mucho que nos separa».
No me contestó nada. Tampoco estoy muy seguro de que me estuviera haciendo caso.