Recuerdo una conversación que tuve con un grupo de trabajadores de una fábrica de armas de Eibar, allá por 1968 o 1969. Era gente de izquierda, bastante politizada. Les pregunté cómo llevaban su participación laboral en el negocio de la guerra. Me habían comentado que la empresa para la que trabajaban abastecía al ejército israelí de proyectiles de obús (*). Me respondieron que les repateaba, pero que no tenían elección. «Uno no trabaja en lo que quiere, sino en lo que puede», me dijo uno.
Es un asunto complicado, sobre el que no cabe establecer
reglas fijas y universales. Partimos de una realidad: es difícil tener una
ocupación remunerada que no implique contribuir –más o menos, de un modo o de
otro– al mantenimiento del orden político, económico, ideológico y social vigente. Es cierto que el obrero de la
industria armamentista ayuda a quienes hacen la guerra, pero no lo es menos que
el enseñante favorece la reproducción de la ideología dominante. Otro tanto
cabe decir del funcionario que actúa como engranaje
de la maquinaria del Estado, tan a menudo opresiva. Tampoco escapan a una
consideración semejante los empleados de las empresas automovilísticas, imprescindibles
para reforzar nuestros dañinos hábitos de transporte.
Hay casos aún más claros. Supongo, por ejemplo, que no hará falta insistir en la labor de cuantos participan en el aparato judicial, y aún menos en la de quienes formamos parte del tinglado general de los medios de comunicación de masas.
A la hora de considerar este asunto de las complicidades laborales con el orden establecido, no faltan los que sostienen que están de más las malas conciencias y los escrúpulos éticos, porque, de ponerlos por delante, medio país –si es que no más– habría de mandar al guano su empleo. «Donde está instalada la responsabilidad colectiva no hay lugar para las responsabilidades particulares», vienen a decir. Pero, como he señalado más arriba, no cabe fijar reglas de aplicación general, ni para inculpar ni para exculpar. Porque los grados de complicidad pueden ser muy diversos, como lo pueden ser las posibilidades de elección. Puede haber quien tenga muy sólidas razones para decir «Cuento con demasiadas obligaciones familiares y no gano lo suficiente como para permitirme el lujo de tener principios», según nos soltó con amargura hace años un redactor de base entrado en años cuando le propusimos sumarse a un acto de protesta (**). Pero también hay quien se escuda en el célebre «¿Y qué más da? Si no lo hago yo, acabará haciéndolo cualquier otro» para escurrir el bulto cuando se le critica por realizar labores particularmente nefastas y repugnantes.
A veces las personas deben –sobre todo cuando pueden, aunque sea a costa de pagar un precio oneroso– renunciar a determinadas ventajas o privilegios, económicos o de estatus social, para no violentar sus principios éticos más hondos. Considero aplicable esta exigencia, muy en especial, a las personas que ocupan puestos de más responsabilidad y relieve público. Deben demostrar que tienen principios de verdad, que les sirven para algo más que para ejercitar su capacidad retórica y darse pisto.
No hablo de estos o aquellos principios, en particular. Me da igual, a estos efectos, que sean de izquierdas o de derechas, religiosos o agnósticos, humanistas o de clase.
Leí ayer sobre las andanzas de un juez instalado en Murcia, por nombre Fernando Ferrín, que está haciendo los esfuerzos más estrafalarios para no tener que reconocer los derechos legalísimos de una mujer que está casada con otra. El juez, que es del Opus hasta la caricatura –cosa nada difícil, todo sea dicho–, rechaza de plano actuar en contra de sus convicciones, en las que el matrimonio homosexual no tiene acomodo. Bien está. Pero, puesto que tan firmes e irreductibles son sus principios –cosa que puedo entender muy bien, porque también lo son algunos de los míos–, debe encarar las cosas de frente, tal como son. Él sabe de sobra que un juez no está para reescribir las leyes a su guisa, sino para aplicarlas. Como sabe que en este caso la ley es unívoca a más no poder.
Si sus creencias son irrenunciables y se dan de patadas con las exigencias de su oficio, entonces la cosa no puede estar más clara: el señor Ferrín debe renunciar a ser juez.
Las dimisiones se inventaron para eso.
_____
(*) He aquí otra de las muchas chapuzas a las que tanto se ha aficionado la Academia Española. Antes, su Diccionario reservaba el término «obús» para la pieza de artillería correspondiente. Pero, tras comprobar que mucha gente llamaba «obuses» a los proyectiles, nuestros académicos, en uno de sus cada vez más frecuentes ataques de molicie, decidieron admitir ambos usos, con lo que la palabra tiene ahora una innecesaria ambigüedad de la que carecía.
(**) He dejado constancia de que eso sucedió «hace años» y al poco me he preguntado si no sobraba la precisión. Porque lo cierto es que no recuerdo cuándo tuvo lugar el último acto de protesta contra la patronal del sector de la prensa del que haya tenido noticia. En virtud de los esfuerzos mancomunados del servilismo y el empleo precario, hace años que en la prensa española conviven la complacencia total hacia el que manda y los codazos y las zancadillas hacia los iguales.