A algunos amigos les choca –anoche cenamos con dos de los mejores y salió la cosa a relucir– que sea capaz de escribir todos los días una columna (o apunte, o como quiera llamarse).
A mí, de verdad, no me parece que tenga especial mérito. Es cierto que hay días que me apetece más y otros menos, pero es sólo una primera impresión. Cuando me pongo a ello, al cabo de un rato me encuentro de lo más en mi salsa. Porque apenas hay noticia que no me motive; que no me produzca deseos de hablar (de escribir: es lo mismo) un rato sobre ella.
Pienso en tal cosa según veo la portada de El País de ayer, que se quedó encima de mi mesa de trabajo según salimos a cenar. Repaso los titulares y me quedo evocador. Uno recoge las declaraciones de Inmaculada Echevarría, se supone que hechas justo antes de morir, en las que afirmó: «Para ser libre tienes que luchar». El País las situó justo por encima de un anuncio bicolor en el que se preguntaba: «¿Has jugado ya al bote de la quiniela?».
Pegadito al lado figuraba una titular en el que podía leerse: «700.000 polacos tendrán que confesar (sic) si colaboraron con la policía política comunista». Todo eso no da para una columna, sino para tres o cuatro, por lo menos.
Y os hago gracia del resto de la portada, que apenas tenía desperdicio.
Había imprimido también la página 93, en la que figuraba un titular que me dejó aún más cabreado y perplejo: «Sofres elegirá a las 100 personas que entrevistarán a políticos», decía. «¡Pero, bueno!», pensé al leerlo. «¿Y quién le dice a Sofres que quienes elija no le dirán que se meta su elección por donde le quepa?». Yo soy un cascarrabias acreditado, pero supongo que no debo de ser el único. Como me suene algún día de éstos el teléfono y me diga alguien: «Señor Ortiz, buenos días, mi nombre es Virginia» (tengo comprobado que hoy en día hay la tira de Virginias) «y le informo de que ha sido elegido por Sofres para plantear una pregunta a un político»… en fin, prefiero no poner aquí lo que le respondería a la pobre Virginia, una vez puntualizado que el mensaje va dirigido a sus jefes y no a ella, que maldita la culpa que tiene.
Cuando ejercía de jefe de Opinión de El Mundo, me agarraba unos rebotes del copón cada vez que un columnista escribía –es típico– sobre el topicazo de la angustia del escritor ante el papel en blanco. Pensaba: «Pues deja el hueco libre, capullo, que hay toneladas de gente con ganas de decir algo interesante y a la que nadie le da la oportunidad».
Es un sentimiento que jamás he compartido. Cada mañana me veo en la obligación de elegir entre la media docena de asuntos que me vienen sugeridos (ahora es moda decir: «que me interpelan») desde las radios o los periódicos.
Pues ésa es la cosa de la que al final quería escribir hoy. De que yo también, como tantos otros, estoy malformado. De que acaban siendo los medios de comunicación los que me marcan el orden del día.
La idea me vino el pasado jueves cuando –por razones que sería prolijo relatar, aunque también tienen su aquel, no os creáis– me encontré paseando tranquilamente por una calle del barrio de La Elipa, en Madrid, en el que viví un cierto tiempo, allá por 1981-1982. Y me encontré siguiendo a dos señoras, yo diría que ecuatorianas, que iban hablando de sus cosas y cuyo lenguaje, supuestamente español, me era divertidamente incomprensible. Y luego me paré con aire distraído, como quien está en sus cosas, junto a un teléfono público desde el que un abuelete (o sea, uno de mi edad) hablaba a voces con un familiar residente en Vizcaya, pero no sobre nada que tuviera relación con la política, ni nada, sino sobre sus cosas, y a ver cuándo podemos ir por allí, o cuándo os bajáis vosotros por aquí, y así. Y entré en un bar de ésos tan de Madrid, pero que apenas frecuento desde hace dos décadas, en el que un señor de higiene más que problemática trataba de explicar al camarero que no estaba bien que le pusiera una torera (una banderilla, decimos por arriba) con los dedos, porque eso es una marranada, en una escena que parecía sacada de una página de Quevedo. Y tomé atenta nota de una docena más de escenas (¡apuntes del natural!) entre hilarantes y enternecedoras.
Tras de lo cual, me acordé de una anécdota atribuida a Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin, que encontrándose en Londres en 1902, en vísperas del II Congreso del Partido Obrero Social Demócrata Ruso (aquel congreso que, como es de sobra conocido, sancionó la división entre bolcheviques y mencheviques, porque en una votación los primeros quedaron en mayoría, y ya se sabe que en ruso bolsheviki quiere decir “mayoritarios”),… y (¿dónde estaba? Ah, sí) Lenin se quedó mirando el panorama desde un puente londinense y vio en una orilla la city burguesa y en la otra no sé qué barrio proletario, y exclamó, según relató un testigo: «Two nations!». O sea, «¡Dos naciones!»
Y, recordando aquello en la calle María Teresa Sáez de Heredia, del Madrid más Madrid que podáis imaginaros, y que desde luego no tiene nada de puente londinense, exclamé para mis adentros, risueño y sonriente: «¡Diez naciones!»
Lo que bien podría tomarse como el comienzo de una curiosa tesis sobre la llamada cuestión nacional.
Y me hizo ilusión.
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P.D. Este apunte está dedicado a mi amigo Óscar, que es genial.