Me pregunta un lector si no me parece sospechoso el casi obsesivo interés que ponen los medios de comunicación del grupo Prisa en las irregularidades urbanísticas que detectan ya casi por todas partes. Le respondo que por supuesto. A decir verdad, no sospecho: tengo la certeza de que están explotando como fieras esa veta porque –permítaseme el contrasentido minero– es una ganga.
El enloquecido negocio urbanístico confiere al PP, cuyos representantes locales aparecen detrás de casi todos los chanchullos denunciados, una imagen de corrupción mafiosa que le viene de perlas al PSOE, que completa la operación cazando a unos cuantos corruptos de su propio partido y aplicándoles un «castigo ejemplar».
Por supuesto que la especulación inmobiliaria y el cobro de comisiones a los constructores no tienen nada de novedoso. Ese tipo de escándalos estuvieron en su perfecta salsa durante las dos últimas décadas del pasado siglo. La urbanización turística masiva de las costas mediterráneas e insulares llegó de la mano de la especulación del suelo, con su acompañamiento inevitable de dinero negro y de compra-venta de licencias de so capa. Algunos nos pusimos morados de denunciarlo, pero nos respondían diciéndonos que estábamos en contra del progreso, o reprochándonos lo mismo que ahora dicen los trabajadores de Paco el Pocero: que si queríamos dejar sin ingresos a muchos miles de familias.
De haber algo de nuevo en lo de ahora, podríamos localizarlo en el auge de la construcción de residencias secundarias. Hablo de la legión de urbanizaciones constituidas por bloques de casas y de chalés (en todas sus variantes: adosados, pareados, individuales) que se construyen de cualquier manera y en cualquier lado para que las clases medias ciudadanas tengan dónde ir los fines de semana, los puentes y las vacaciones. Cualquier terreno que esté en un radio aproximado de 200 kilómetros de cualquier gran ciudad es susceptible de convertirse en una urbanización secundaria. Y si luego tiene agua, pues estupendo, y si no, pues qué se le va a hacer.
Por supuesto, esto no sustituye a lo de antes, sino que se añade: las costas cálidas –y no tan cálidas– siguen repletas de grúas.
Sea como sea, ni El País ni la Cadena Ser habían dado muestra hasta hace unos meses de sentir una repugnancia tan visceral hacia los negocios sucios inmobiliarios, los abusos especulativos y la construcción irracional. Descartada (por mí, al menos) la posibilidad de que estemos ante un ataque de pureza sobrevenida, la explicación más verosímil es que Polanco le esté echando una mano al PSOE, para variar.
Aceptado lo cual, añado: ¿y qué? Lo que más me interesa de la catarata de denuncias de El País y la Ser es saber si los escándalos que airea son ciertos o no. Y si son ciertos, bienvenida sea la catarata. Y por mí, y mientras se atenga a los hechos, como si se convierte en maremoto.
Estamos en el mismo caso, aunque inverso –inverso en cuanto a las dramatis personae–, al que se produjo en la época en la que se sucedieron las denuncias periodísticas de los crímenes de los GAL. «Lo que busca El Mundo es hundir a Felipe González», «Está ayudando al PP contra el PSOE», etc. Centrarse en esos aspectos conducía a desviar la atención de lo principal. Lo principal era que los crímenes denunciados se habían producido. Lo secundario, las intenciones que alimentaran o dejaran de alimentar quienes hacían las denuncias.
Es casi una ley del periodismo moderno: ninguna denuncia de importancia es inocente. Pero, mientras los desaguisados afloren y los corruptos sean pillados, no todo estará perdido. Y si es posible incitar a los corruptos de signo opuesto a que se metan en una pelea navajera los unos contra los otros, mejor que mejor.