Cuanto menos pinta el ciudadano de base en la adopción de las decisiones que marcan su problemático deambular por este valle de lágrimas, más se le invita a que vote. Hoy, si uno quiere, puede pasarse el día votando. De mil maneras.
Los medios de comunicación permiten saciar las ansias votantes de cualquiera, por grandes que sean. He contabilizado hoy en un solo diario digital la friolera de 30 encuestas simultáneas, algunas sobre asuntos realmente singulares, que van desde «¿Qué tipo de medicamento compras?» hasta «¿Qué escudería logrará más victorias en este Mundial?», pasando por «¿Crees que es positiva la reforma constitucional en Ecuador?»
Por supuesto que da lo mismo lo que voten quienes voten. Incluso en el dudoso caso de que alguien pretendiera dar alguna utilidad a los resultados de ese género de encuestas, tropezaría con el obstáculo insalvable que supone la imposible evaluación de la representatividad de los votantes.
Estamos ahora en el momento de mayor apogeo de una de esas consultas absurdas: la que trata de determinar, computando SMS y correos electrónicos, qué monumentos merecen ser considerados las Siete Nuevas Maravillas del Mundo. La Unesco se ha visto obligada a desmarcarse de la iniciativa en cuestión, que no tiene ni pies ni cabeza, pero muchos –incluidos algunos de nuestros medios de comunicación de titularidad pública– se la han tomado de lo más a pecho. Se les ve emocionados, sintiéndose partícipes de una decisión histórica.
La posibilidad de votar y votar sin parar, en prensa, radio y televisión, cumple en la actualidad funciones de placebo social. A semejanza de esos productos carentes de potencialidades terapéuticas que los médicos recetan a ciertos enfermos con la esperanza de que su propia sugestión les haga sentirse mejor, la constante incitación al voto contribuye a que los ciudadanos mitiguen la irritante y muy fundada sensación de que todo lo que realmente condiciona sus vidas y haciendas se decide a sus espaldas, lejos de su vista.
Una vez más, la cantidad sustituye a la calidad.
La superabundancia de estímulos tiende a embotar la sensibilidad. Los ciudadanos se ven animados día tras día a responder a preguntas que desbordan el ámbito de sus conocimientos, o que les incitan a expresar meras conjeturas, o que les plantean disyuntivas que en realidad no lo son. Se les empuja a un constante ejercicio de frivolidad, y muchos se niegan a entrar en esa dinámica, pero otros muchos no, y se habitúan a ella. De modo que, cuando les toca decidir cada cuatro años quién ha de gobernarlos, se dejan llevar, sin darse ni cuenta, por la simpatía, la labia o incluso el atuendo de los candidatos. Ni se les ocurre echar siquiera un vistazo a sus programas electorales.
Lo cual, de todos modos, tampoco es tan aberrante, habida cuenta de que la mayoría de quienes aspiran a gobernar da a esos papeles la misma importancia que sus votantes.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Del voto como placebo.