Mi cultura general –mi conocimiento de los datos que obran en poder de casi todos mis convecinos y convecinas– tiene grandes lagunas. Raras, si se quiere, pero lagunas.
Me sucede con cierta frecuencia que salen a colación determinados temas de conversación de los que es obvio que todos los presentes están al cabo de la calle y que a mí me dejan perplejo, porque no sé ni de qué van.
Recuerdo con verdadero bochorno el día en el que en una tertulia de televisión me encontré totalmente perdido porque empezaron a hablar de los entresijos de la familia Janeiro. Todos los presentes me miraron con incredulidad burlona cuando dije –porque era la puñetera verdad– que no sólo no tenía una opinión formada sobre los avatares de esa familia, sino que ni siquiera sabía de su existencia. Se rieron de mí, dando por supuesto que mi desconocimiento era fingido. ¡Puro esnobismo intelectualoide!
No era cosa de contarles que no tengo ni idea de ese género de cuestiones porque apenas veo las televisiones llamadas generalistas, pero no porque las considere indignas de mi intelecto superior, bla-bla-bla, sino porque, aparte de que no me fascine su irresistible inclinación al celtiberismo, llevo fatal el bombardeo de publicidad al que se entregan a todas horas. Así que puedo quedarme pasmado con una película del Oeste, o de espías, o de gángsteres –por no hablar de las de submarinos, que son mis favoritas–, o con un partido de fútbol de segunda, o con la reposición de una final entre McEnroe y Lendl, pero no soy capaz de estarme quieto ni cinco minutos delante de esos otros programas que, por lo visto y oído, la mayoría de la gente se traga sin pestañear. Incluyendo los telediarios de Lorenzo Milá, pese a la admiración que me producen sus prodigiosas contorsiones mandibulares y su capacidad para preocuparse más por los ultrasonidos de un delfín enfermito que por la masacre de cuarenta campesinos afganos hostiles a los amistosos esfuerzos que hace la OTAN por sacar a aquel país de la miseria.
Pero esas inclinaciones mías se me van convirtiendo cada vez más en limitaciones. Y así me ocurre que un día me dicen de algo (o de alguien, ya no recuerdo) que es metrosexual, y ya la tengo liada, porque ni sé qué es eso, ni si es bueno o malo. Y otro día me sueltan de alguien que es un friki, y lo mismo: estoy perdido.
Estos últimos días estoy fascinado con un anuncio de El País que proclama que el periódico sortea un loft. Lo leo y me quedo meditabundo. ¡Andá! ¿Y qué es un loft? No había oído hablar en mi vida de semejante cosa. Aporta una foto en la que se ve una mesa como de oficina y un bisillo (o sea, dos partes de un tresillo), pero no está claro si el loft es la habitación, el mobiliario o qué. He repasado buena parte de la papela que acompaña la promoción publicitaria, por puro interés morboso, pero no he encontrado ninguna explicación de qué narices es un loft. Ni el Libro de Estilo de El País ni el Diccionario de la Academia me han sacado de mi ignorancia. De modo que –deduzco– se ve que no hay ninguna necesidad de explicarlo, porque El País da por hecho que todo el mundo sabe que es un loft. Menos yo.
Y si fuera sólo cosa de palabras... En la portada de ese mismo periódico, hoy domingo, leo el siguiente titular: «Medem desarma a Alejandro Sanz». Y añade: «El cantante, que ha vendido 21 millones de discos, se sincera». Agradezco que en esta ocasión El País, como si fuera un periódico español, haya optado por escribir «discos» y no «copias», pero eso no me levanta la moral: ¡no sabía que existiera un cantante de éxito demoledor llamado Medem!
Lo que digo: tengo serios problemas culturales.
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Volviendo a lo de ayer.– Retomo la cosa de TVE. Oí ayer a José María Íñigo en Radio Nacional evocar nostálgico los primeros años de la televisión franquista. Dijo, como para marcar distancias con «lo de ahora», que «entonces, para salir en televisión, tenías que haber hecho algo». Me pregunté de inmediato: «¿Como qué? ¿Haber firmado varias sentencias de muerte? Formar parte del Consejo Nacional del Movimiento?».
Se lo comenté horas después a un veterano de las lides musicales radiofónicas. Se echó a reír. «¿Íñigo ha dicho eso? ¡Qué caradura! ¡Que cuente cómo fueron sus inicios de enchufado en Londres, de la mano de la SER, mangoneada entonces por la mujer de Franco, cuando él no tenía otra cosa que hacer que contar las novedades musicales que había por allí y las contaba tarde y mal! Así hizo su fama.»