Lo que antes se limitaba a ser un triste defecto relativamente generalizado se ha convertido ya en una plaga devastadora. Hablo del periodismo declarativo, que es efecto –y a su vez fomenta– la política declarativa. El grueso de las secciones de política de los periódicos, las radios y las televisiones se compone de noticias –o supuestas noticias– basadas en declaraciones: «Fulano afirma...», «Mengano responde...», «Perengano replica...».
Por lo general se trata de proclamas que los políticos profesionales utilizan para tocarse las narices entre sí y mostrar sus plumas de pavo ante la audiencia. Pero tan amplio y reiterado recurso al pavoneo produce una comprensible reacción de hartazgo en la ciudadanía. Por lo que voy viendo –que no pretendo convertir en observación científica, pero que me da que coincide bastante con la realidad–, incluso las gentes más interesadas por lo sustantivo de la res publica prestan cada vez menos atención a los dimes y diretes de la actualidad política, tal como aparece reflejada en los medios. Empiezo a estar rodeado de personas que me miran con mal disimulada extrañeza por mi empeño en escuchar las noticias horarias de la radio. Y observo que crece a buena marcha el número de gente que, cuando lee el periódico –siempre que no sea deportivo–, lo hace de atrás a adelante, empezando por lo más ligero y sin ninguna prisa por llegar a lo más heavy.
No es que los asuntos que sirven de excusa a la política declarativa sean necesariamente insustanciales. A menudo se refieren a cuestiones importantes, en acto o en potencia. Ocurre que, tal como las abordan, se trasparenta que les interesan sobre todo como arma arrojadiza, para hacerse valer. A veces producen la muy desagradable sospecha de que les frustraría que el problema al que se refieren se resolviera, porque eso les privaría de un motivo de pendencia declarativa.
Hay ocasiones, sin embargo, en las que las declaraciones y contradeclaraciones se refieren a asuntos cuyo interés, por lo menos para mí, se aproxima mucho a lo nulo.
Pongo un ejemplo, que es precisamente el que me ha sugerido este Apunte. Anteayer, Arnaldo Otegi convocó una conferencia de prensa para anunciar que hoy su formación política hará públicos los nombres de las personas que acudirán en su nombre y representación a la «mesa de partidos» cuya necesidad propugnan casi todas las fuerzas políticas vascas. Acto seguido, emplazó a los demás partidos a que hagan lo propio y designen a sus representantes (en realidad no los emplazó, porque no les puso ningún plazo: se limitó a urgirles a que lo hagan).
Lo cual me sugirió un cierto cúmulo de preguntas. Primera: ¿qué, si no la búsqueda de un titular de más, puede llevar a convocar una conferencia de prensa para anunciar que dos días más tarde se convocará otra conferencia de prensa? Segunda: si Batasuna quiere tener una delegación fija en la citada «mesa», pues muy bien, pero ¿qué importancia tiene eso? ¿Cree que la población vasca está ávida por enterarse de quiénes la compondrán? Tercera: ¿a cuento de qué exige que los demás partidos hagan lo propio? Si otros prefieren tener una representación rotativa, ¿quién puede negarles ese derecho? Y cuarta: no sabiendo cuándo va a reunirse esa «mesa» –porque una cosa es que Batasuna quiera que sea ya mismo, pero otra que los demás se avengan–, ¿qué tiene de malo que haya quien prefiera esperar a que se plantee la situación concreta para decidir cómo afrontarla?
Ya he dicho que he puesto este episodio como simple ejemplo de una práctica generalizada. Me ha llamado algo más la atención que otros, pero sólo algo más. Todos los días los veo a porrillo. En Euskadi, en Madrid, en Barcelona o en Sevilla. Ahora mismo también mucho en Canarias.
El resultado de todo esto lo he enunciado más arriba: la política del día a día aburre cada vez más a cada vez más gente, que no le ve la gracia, básicamente porque no la tiene.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (24 de mayo de 2006).