Con el correr del tiempo, los discursos de Mariano Rajoy me han suscitado muy diversas reacciones, desde el aburrimiento hasta la hilaridad, desde la sensación de déjà vu hasta el estupor, desde la ternura –¡se le ve a veces tan desvalido!– hasta la irritación. Ayer, por primera vez en muchos años, me dio miedo. Lo noté fuera de sí, desesperado, agresivo, amenazante, peligroso. Tuve la sensación de que, de pillarme a su paso y oírme lo que pienso, no le costaría nada darme media docena de guantazos.
Para mí que una de las cosas que más le sacan de quicio es la conciencia de que emplea argumentos que son pura simpleza y no se tienen en pie. En el discurso que le oí ayer, su tesis básica era que, puesto que Batasuna es ETA, según sentencia del Supremo –del Tribunal, no del Hacedor–, legalizar a Batasuna equivaldría a legalizar e ETA, con lo que tendríamos «dos ETA, una legal y otra ilegal, una sin armas y otra con armas, y con ambas se negociaría». «Es de puro sentido común», concluyó. Pero él sabe muy bien que, antes de ser ilegalizada, Batasuna fue legal, como lo fue Euskal Herritarrok y, antes de ambas, Herri Batasuna, y no pasó nada que no viniera dado por la existencia de ETA, de un lado, y de la izquierda abertzale como corriente socio-política, del otro, realidad que existía antes y sigue existiendo después de la prohibición de Batasuna. Tampoco debe de ser tan de «sentido común» lo que dice cuando su propio líder carismático, José María Aznar, consideró durante años, antes de su primera designación como presidente del Gobierno e inmediatamente después, que la ilegalización de HB hubiera sido un doble error, jurídico y político, y de hecho se negó a promoverla.
«No se puede dialogar con alguien que pone una pistola sobre la mesa», insiste Rajoy, abundando en sus argumentos «de sentido común». Apostaría con él doble contra sencillo –y ganaría de calle– a que la mayoría de las grandes negociaciones que en el mundo han sido han juntado a gentes que acudían respaldadas por fuerzas armadas. Puestos a enarbolar evidencias, no me parece la menor que sólo cabe negociar el abandono de las armas con alguien que tiene armas.
Metido en estas reflexiones de andar por casa estaba ayer mientras oía las noticias de la radio cuando pusieron un anuncio que me llamó la atención. Y es raro, porque hay radios cuyos noticiarios son pura publicidad: unas veces de productos comerciales y otras del partido político de sus amores. Este anuncio venía respaldado por el Instituto de la Mujer y estaba destinado a alertar contra la llamada violencia de género. Lo que me llamó la atención no fue el cuerpo del anuncio, destinado a denunciar que la violencia contra las mujeres suele empezar por agresiones menores, que no parecen tener una enorme importancia, pero que o se corta con ellas por lo sano o se les allana el camino que puede acabar en el hospital o en el tanatorio (una verdad incontrovertible), sino la frase con la que se clausura el mensaje: «¿Alguna vez te has preguntado cuándo un hombre deja de ser hombre?».
La pregunta del anuncio me sugirió otra, de mi propia cosecha: «¿Y por qué diablos el Instituto de la Mujer se mete en jardines conceptuales tan improductivos como éste?». Pretendiendo combatir las expresiones más extremas del machismo dominante, el mentado Instituto hace propaganda del tópico esencialista según el cual ser hombre equivale a ser bueno, pacífico, generoso y estupendo. Y vaya que no. Un hombre que pega a una mujer no es un no-hombre; es, lisa y llanamente, un hombre que pega a una mujer. En rigor, examinado a lo largo de su devenir histórico, el hombre –y cuando hablo del hombre no incluyo en este caso a la mujer–, ha demostrado sobradamente su recurrente tendencia a tratar de imponerse mediante la violencia tanto a los de su especie como a la Naturaleza en general. Un hombre que agrede no deja de ser hombre. No diré que al contrario, porque tampoco veo la necesidad, pero más bien.
No se trata de ningún puntillismo conceptual, ni mucho menos. Porque, planteadas las cosas al modo del anuncio del Instituto de la Mujer, se diría que de lo que se trata es de que el hombre se reconcilie con su verdadero ser, esencialmente positivo, cuando lo que estamos proponiendo es, en realidad, un radical distanciamiento de las más hondas pulsiones del animal masculino, una reconducción de sus tendencias naturales destinada a transformarlo en un ser civilizado.
Vistas así las cosas, cabría permitirse la humorada de contestar a la pregunta del anuncio («¿Alguna vez te has preguntado cuándo un hombre deja de ser hombre?») diciendo: «Cuando se comporta como si fuera un igual entre iguales.»