De no tratarse de José Bono, podría conceder el beneficio de la duda a la sucinta explicación que proporcionó ayer para justificar su dimisión como ministro de Defensa, apelando a razones personales y a su deseo de cultivar la vida familiar.
Pero es que se trata de él. De un hombre prácticamente unidimensional, al que no se le conoce más vocación que la política, en el ejercicio de la cual siempre ha demostrado una ambición desmedida.
A ella ha sacrificado cuantas amistades y lealtades se le han interpuesto. Lo conocí en 1976, cuando trabajaba de pasante en el despacho de abogados de Raúl Morodo, por entonces mano derecha –se suponía– de Enrique Tierno Galván, presidente del Partido Socialista Popular. Dio la espalda a Morodo y fue pieza clave en la venta del PSP al PSOE. El tándem González-Guerra lo premió concediéndole la baronía de Castilla-La Mancha, regalo que él agradeció haciéndose ferviente guerrista. Cuando Guerra fracasó en sus tiras y aflojas dentro del Gobierno, se convirtió a igual velocidad en ferviente felipista. Es de ese género de políticos de los que suele decirse que siempre acuden en auxilio de los vencedores.
Atrincherado en la Presidencia de Castilla-La Mancha, donde ganó cinco elecciones consecutivas por mayoría absoluta, dijo que ése era el ámbito al que se circunscribía su interés por la acción política y que nunca sería ministro de ningún Gobierno. No se atuvo a ninguna de las dos proclamas. Primero se postuló para la Secretaría General del PSOE, empresa en la que fracasó (para sorpresa general, fue vencido por Zapatero) y luego aceptó ser ministro de Defensa.
Dedúcese de todo ello –y de mucho más, en lo que no me detengo para no convertir este Apunte en interminable– que, para aquellos que hemos seguido su ya larga carrera política con alguna atención, lo que dice y promete tiene un valor más bien relativo, igual que sus lealtades.
Desde que llegó al Ministerio de Defensa, Bono se puso a tomar posiciones para preparar su candidatura a sustituto de Zapatero. Trató de ganarse las simpatías de la derecha sociológica española mostrando reiteradamente su acendrado nacionalismo español y su neta oposición a los nacionalistas catalanes y vascos, cosa que no le salió nada mal, y torciendo el gesto ante la política de alianzas del jefe del Gobierno. Imagino que calculaba –algo de eso me han contado– que esa política de alianzas estaba destinada al fracaso y que, si el fiasco obligaba a Zapatero a dimitir, él podría aparecer victorioso, encabezando una especie de Gobierno de salvación nacional, en acuerdo explícito o implícito con el PP. Su problema es que el tiempo iba pasando, que Zapatero se las ingeniaba para sortear los escollos y que, entretanto, él se veía en una posición cada vez más incómoda, oponiéndose a lo mismo que, en la práctica, se veía obligado a sustentar, quemando con ello sus posibilidades de futuro.
Doy por hecho que la puntilla se la dio el conocimiento de que ETA iba a proclamar su «alto el fuego permanente», lo que iba a reforzar de manera decisiva las posiciones de Zapatero. De la misma manera que doy por hecho que Zapatero ha esperado a constatar ese reforzamiento de sus posiciones antes de abrir la puerta de la calle al ministro de su Gobierno mejor visto del Ebro para abajo.
La situación resultante es mucho más cómoda para el presidente del Gobierno. Pérez Rubalcaba es un conspirador nato, pero muy hecho a su papel de segundón. Con Alonso en el Ministerio de Defensa, se asegura el control de los servicios de información, y también el de la Guardia Civil, que Bono venía manteniendo un tanto al margen de los planes de su jefe. Esa labor la puede desempeñar Alonso bastante mejor que la que le correspondía en Interior, que le venía llamativamente grande.
Le han salido bien las cosas a Zapatero. Cierto es que se hace mucho más fácil navegar cuando se tiene un buen viento en popa.