La Sala Segunda del Tribunal Supremo ha decidido que Unai Parot, que fue condenado en aplicación del Código Penal de 1973 a penas que suman 4.799 años de cárcel (y a quien los medios de comunicación someten a la pena accesoria de llamarlo «Henri», se supone que por el aquel de fastidiar, de la misma manera que ABC llama a Anasagasti «Ignacio» y que El País escribe Abc con minúsculas: cosas del lado infantiloide del gremio), pase 30 años en prisión, sin redención efectiva de pena.
El ministro de Justicia ha declarado que esa decisión del Supremo «transmite un mensaje de tranquilidad al conjunto de la ciudadanía», la cual, según se nos cuenta por todas partes, «sintió una gran alarma» al decirse que Parot podía ser liberado en el plazo de unos pocos meses o años.
El mero manejo de ese criterio me resulta –a mí, quizá porque estoy educado en escuelas antiguas, de ésas que propugnaban el estricto respeto de los derechos humanos– tremendamente alarmante. Porque los estados de ánimo de la opinión pública (¿de qué parte de qué opinión pública, creados por quién y certificados por quién?) no pueden erigirse en norma rectora de los tribunales. Dicho a la pata la llana: yo no sé si la opinión pública estaría poco, medianamente o muy alarmada por lo que pudiera ocurrir con Parot, puesto que de tal particular sólo sabemos lo dicho por ciertos medios de comunicación, que han hecho gala de su beligerancia en el caso, pero sí sé que la decisión del Supremo debería haberse producido sin contar con los dimes y diretes de las tertulias mitineras y a partir de criterios estrictamente jurídicos, entre los cuales deben hallarse la no retroactividad de las normas legales y la no fabricación artificiosa de criterios ad hominem que den carnaza a los nostálgicos de la ley de Lynch.
Se ha vuelto tan raro encontrar reflexiones de este género entre los juristas de más relieve que no me resisto a citar in extenso lo declarado el pasado viernes a ABC por Enrique Gimbernat Ordeig, catedrático de Derecho Penal generalmente tenido, a derecha e izquierda, por uno de los más honrados y rigurosos de su gremio. Expresó Gimbernat su criterio en dos puntos. Dijo:
«1º) El Código Penal de 1973, aplicable a Henri Parot por ser el vigente al tiempo de la comisión de los hechos, dispone que el máximo de la pena que puede imponerse, cuando el autor ha cometido diversos delitos, es de 30 años de prisión. Actualmente, y de acuerdo con el Código Penal de 1995, ese máximo se ha elevado hasta 40 años de cumplimiento efectivo para los delitos de carácter terrorista. Normalmente, los asesinatos cometidos por miembros de ETA son juzgados en un único procedimiento penal, donde rige ese límite de 30 años, según el Código anterior, y de 40, según el vigente. Pero puede suceder, como en el caso Parot, que por diversas circunstancias (como cuando un juicio se celebra mientras el otro procedimiento está todavía en fase de instrucción) no haya sido posible juzgar todos los asesinatos en una única causa. En este caso, el último párrafo del art. 70 del Código Penal de 1973 –que se corresponde literalmente con el art. 76 del de 1995– dispone que “la limitación (a 30 años) se aplicará aunque las penas se hubieran impuesto en distintos procesos si los hechos, por su conexión, pudieran haberse enjuiciado en uno solo” (refundición de condenas). El art. 17.5º de la Ley de Enjuiciamiento Criminal da una definición auténtica de que deben “considerarse delitos conexos (...) los diversos delitos que se imputen a una persona al incoarse contra la misma una causa por cualquiera de ellos, si tuvieren analogía o relación entre sí, a juicio del Tribunal, y no hubiesen sido hasta entonces sentenciados”.
»De lo expuesto se deduce que el criterio de la Fiscalía del Tribunal Supremo es el único correcto, ya que entre los delitos por los que ha sido condenado Parot en procedimientos distintos existe una conexión por encima de cualquier discusión posible, puesto que no es que sean análogos, sino que son idénticos, dado que en todos los casos se trata de asesinatos terroristas. Por ello, la refundición de las condenas no puede exceder de 30 años. Cualquier otra interpretación vulneraría el principio de legalidad penal, consagrado en la Constitución Española y en todos los tratados multilaterales de derechos humanos ratificados por España, principio que constituye uno de los axiomas fundamentales e irrenunciables de cualquier Estado democrático de Derecho.
»2º) El art. 25.2 de la Constitución Española establece que “las penas privativas de libertad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”. La cadena perpetua, al establecer que el condenado permanecerá toda su vida en prisión, niega, por definición, que aquél pueda reincorporarse a la sociedad; por ello, es una pena inconstitucional.»
Reitero mis disculpas por la longitud de la cita, pero su valor es difícilmente discutible. Son argumentos sólidamente fundamentados.
Pero, y aún a riesgo de extenderme más de lo que suele ser propio de estos apuntes diarios, quisiera insistir en y ampliar lo que apunta Gimbernat en el apartado 2º) de sus declaraciones a ABC.
Gimbernat, aunque no lo dice expresamente, parte del hecho de que Unai Parot lleva ya 16 años en la cárcel.
En conversación no estrictamente pública, pero tampoco reservada –fue en el curso de un Consejo Editorial de El Mundo celebrado hace unos diez años–, el propio Gimbernat nos ilustró a los presentes sobre lo que representa, de cara a la reeducación y reinserción del reo, un periodo tan prolongado de encarcelamiento. No puedo certificar que sus palabras fueran exactamente las que voy a transcribir, pero me impresionaron tanto y las conservo tan grabadas en la memoria que no creo que se aparten mucho de la literalidad de las suyas: «Todos los estudios realizados al respecto –dijo– demuestran que una persona que permanece recluida en una cárcel durante un periodo de 15 años queda ya, por fuerza, en condiciones psicológicas muy desfavorables, si es que no imposibles, para reintegrarse a la vida social. Yendo más lejos: alguien que pase encerrado en la cárcel 20, 25 y no digamos ya 30 años, sale definitivamente destrozado.» Recuerdo que le pregunté si técnicamente cabe afirmar que alguien que ha cumplido una condena de 40 años de cárcel ha sufrido, en la práctica, una pena de muerte camuflada y, en realidad, más cruel que las que se ejecutan en EEUU. Me respondió: «Me parece un punto de vista extremadamente sensato».
Vamos a ver si nos aclaramos. Yo no tengo nada a favor de Unai Parot. Nada. Nada de nada. Cero. No doy por supuesto que haya hecho todo lo que se le ha atribuido, porque ya me sé cómo funciona la Audiencia Nacional, pero con que hubiera hecho la mitad de la mitad, me bastaría holgadamente para no querer verlo ni en pintura.
Lo que acabo de decir lo diría también a propósito de cualquier otro individuo.
Vasco o no vasco. Unai o Henri. Político o común. De ETA o legionario de Cristo.
Me habría opuesto incluso a que Fraga y Martín Villa pasaran más de 15 años en la cárcel por los crímenes que cometieron cuando mandaban con Franco. A pesar de los fusilamientos, de las torturas, de Vitoria, de Montejurra y de todo lo demás.
Porque la buena ley jamás puede ser la del Talión.