Estoy lejos de apuntarme a la vieja lógica según la cual «los enemigos de mis enemigos son mis amigos», pero hay pendencias que uno no puede pasar por alto, por ajenas que en principio le resulten.
Estoy pensando, muy en concreto –aunque no sólo–, en la que tiene montada el patrón de la CEOE, José María Cuevas, contra José Luis Rodríguez Zapatero. La fobia de este individuo por cuanto dice o hace el presidente del Gobierno es de diván. Está tan cegado por su cólera jupiterina que, con tal de atacarle, acaba por meterse en líos que no forman parte de su negociado, que no le convienen lo más mínimo y que le ponen lastimosamente en evidencia.
Lo de ayer fue antológico. Convirtió en un aprendiz al famoso elefante de la cacharrería. Primero la emprendió contra la OPA de Gas Natural sobre Endesa, definiéndola como una operación empresarial «muy a la catalana», lo que provocó el cabreo inmediato del empresariado catalán, que no acabó de verle la gracia a la expresión. Luego desbarró un rato hablando desdeñosamente de los intentos gubernamentales de propiciar la pacificación de Euskadi, lo que le acarreó la respuesta fulminante de la patronal vasca, que no entiende –y se le entiende– que ése sea un asunto sobre el que quepa frivolizar. En ambos casos, su objetivo obvio y declarado era Zapatero, pero embistió contra todo lo que vio de por medio, sin reparar en que se estaba buscando la enemiga de dos de los colectivos empresariales más importantes del Estado.
La rabiosa hostilidad de Cuevas hacia Zapatero tiene hondas raíces psicopatológicas, muy vinculadas con los viejos traumas falangistas del personaje, pero no es una peculiaridad que el jefe de la patronal española cultive en privado, ni mucho menos. No hay más que echar un vistazo cada mañana a los periódicos para comprobar que toda la España Eterna comparte en una u otra medida la misma obsesión, cada cual en su rama sectorial. El PP y sus voceros periodísticos están que se salen, literalmente. A su lado, el clero vaticanista se sube por las paredes, día sí y día también, por las mayores chorradas. Por tener, hasta tenemos militares que aventan por los papeles la nostalgia que les produce la quietud de su sable mandoblero.
«Están como en 1993, cuando iban a por Felipe González», dijo el miércoles pasado en Radio Euskadi María Antonia Iglesias en la tertulia que tenemos allí todas las semanas. No le contesté, porque uno no puede responder a todo, pero lo cierto es que aquella situación y ésta no tienen apenas nada que ver. La prueba nos la aporta el propio José María Cuevas, que sentía auténtica veneración por Felipe González y odia a José Luis Rodríguez Zapatero. En aquel tiempo los que estábamos más de los nervios éramos los que contemplábamos con consternación un panorama dominado por el terrorismo de Estado y la corrupción político-económica. El Vaticano estaba contento. Los centralistas más acérrimos, saboreando su LOAPA. Washington, que se deshacía.
La dificultad que presenta la situación actual es encontrar el modo de zurrar a Zapatero –porque se lo merece por mil conceptos– sin beneficiar a los que son mucho peores que él y, a la vez, frenar a estos últimos con toda la energía necesaria sin hacer con ello el caldo gordo al propio Zapatero.
«¿Es posible algo así?», me preguntaba ayer una amiga. «No es fácil», le contesté. «Pero, si fue posible colaborar con los aliados contra Hitler sin convertirse por ello en agentes de Washington –continué–, también en este caso cabrá encontrar el modo de “golpear juntos y marchar por separado”».
Soy el primero en pensar que el argumento tiene su peso –a fin de cuentas es mío–, pero no acabo de convencerme a mí mismo.