Llevo años quejándome del uso erróneo que muchos políticos y periodistas –y, por su culpa, también ya muchísimos castellanohablantes– hacen del verbo «cesar». Dicen (o escriben): «Fulano ha sido cesado». Lo que quieren decir es que ha sido destituido. «Cesar» es un verbo intransitivo. Nadie te puede cesar, como nadie te puede nacer (parir es otra cosa), como nadie te puede crecer, como nadie te puede suicidar (disfrazar un asesinato de suicidio también es otra cosa). Uno cesa en su actividad, por deseo propio o por fuerza mayor, y el hecho empieza y acaba en uno mismo, que es el tipo de sucesos que describen los verbos intransitivos. Por contra, a uno lo pueden destituir. Ahí lo ocurrido también termina en uno, pero empieza en otro, como saben de sobra todos los destituidos.
Mi enfado con el uso incorrecto que políticos y periodistas hacen del verbo «cesar» es doble. Me molesta que lo empleen mal, pero me molesta todavía más que lo hagan a sabiendas de que lo hacen, porque no creo que para estas alturas quede alguno que no haya sido reconvenido alguna vez por ello.
De todos modos, se trata del uso erróneo de un verbo, sin más.
Más enjundia –y hasta más gracia, si bien se mira– es el uso que se hace en España del verbo «dimitir». Leí ayer: «Luis Aragonés presentó su dimisión, pero la Federación Española de Fútbol no se la aceptó». ¡Ésa sí que es buena! Confunden «dimitir» con «poner el cargo a disposición». Dimitir es algo que no depende de que otros lo acepten o lo rechacen. El que decide dimitir de un puesto, o de un empleo, o de lo que sea, comunica su decisión, recoge sus bártulos y se va. No hay nada que discutir. Nadie tiene por qué darle ningún visto bueno. Tal vez pueda haber cláusulas contractuales que le obliguen a permanecer desempeñando sus funciones durante unos días, o puede que él mismo conceda ese plazo por delicadeza, para facilitar la transición; pero, transcurrido ese plazo, se marcha, y no hay más que hablar. Eso es dimitir. Otra cosa es ver que las cosas se te hayan puesto mal, que haya gente que te critique y que, ante la duda de que quienes te nombraron sigan confiando en tu trabajo, pongas tu cargo a su disposición, o sea, les digas: «Oye, que si lo crees conveniente, me voy, y todos tan amigos».
Aquí el asunto ya no es meramente semántico. La «dimisión», en este último sentido, es más bien el gesto grandilocuente de alguien que quiere presentarse como muy digno y orgulloso, pero que en realidad sólo busca mejorar su posición.
Como empleado que he sido de diversas empresas, no han sido pocos los compañeros de trabajo que han venido a contarme que estaban hartos y que habían decidido presentar su dimisión. Tras adquirir algo de experiencia en la materia en mis primeros años de currante por cuenta ajena, les solía aconsejar lo mismo, y no sin cierta sorna: «Si presentas la dimisión, estate preparado, porque pueden aceptártela». En realidad no querían dimitir: amenazaban, sin más. Algunos lograron mejoras profesionales por esa vía, pero no faltaron los que vieron cumplirse mis presagios y se encontraron en la calle.
Yo sólo he dimitido una vez en la vida –de mi puesto en la revista del Instituto Social de la Marina, en 1987–, pero no lo hice para que me subieran el suelo ni nada semejante, sino para dimitir, sin más. Para irme. Y me fui, cosa de la que nunca me alegraré lo suficiente, porque a partir de entonces todo empezó a irme mucho mejor (salvo la edad, claro).
En el caso de Luis Aragonés, supongo que habrá de tenerse también en cuenta el personal que lo rodea en la Federación Española de Fútbol. «El contexto», que se dice ahora. Imagino que tendrán en ese antro una especie de pacto de sangre para que nadie abra la espita de las dimisiones. Porque, ¿cómo dar por buenas unas y obviar las otras?