Una de las muchas contradicciones que arrastro por la vida me la aportan mis erráticos gustos artísticos. Recientemente me han vuelto a dar la lata, según he tenido ocasión de recordar varias veces a lo largo de esta larguísima noche de ineludibles óscares hollywoodienses.
Es el caso que llevo fatal las películas en las que suceden cosas angustiosas. Angustiosas para mí, claro. No me afecta ni poco ni mucho que se maten sin parar, se rajen, se saquen los ojos, se arranquen las tripas y cosas de ésas a lo Tarantino –ese género de casquería puede resultarme hasta risible–, pero a cambio se me hace intolerable que aparezca gente que sufre desgracias y males verosímiles. Y cuando digo intolerable quiero decir intolerable: un impulso más fuerte que yo me obliga a dejar de ver y oír de inmediato lo que aparece en la pantalla.
Es algo que suele sucederme –eso es lógico– con películas bien hechas. En los últimos meses lo he sufrido con algunas cintas generalmente reconocidas como espléndidas. La última, Babel. La escena en la que la mucama mexicana se pierde en el desierto con los dos hijos de sus empleadores, los abandona para buscar ayuda y es detenida por un policía que no hace ni caso de lo que ella le cuenta superó ampliamente los límites de mi aguante.
Me las he visto en parecidas con algunas otras películas muy aplaudidas. Blood Diamond, por ejemplo: otra que se me quedó atragantada.
Contado así, parece raro, pero no contradictorio. Lo es, sin embargo. Quedará claro si añado que otro filme que no he logrado ver entero es Sirana. Me atasqué en la escena en la que el protagonista es torturado. Me fue imposible seguir contemplando aquello. Y eso me sucedió a mí, que soy autor de una obra de teatro que escenifica una larga y durísima sesión de torturas, en la que aparecen las más repugnantes variedades de esa repulsiva práctica policial. ¡Fui capaz de detallar lo que yo mismo soy incapaz de aguantar!
Indagar en las razones del gusto y someterlo a crítica no es imposible, pero sí muy difícil. E ingrato, porque son muy pocos los humanos dispuestos a admitir que tienen mal gusto. Aparte de lo problemático que resulta determinar en qué consiste el buen gusto (y el malo, por contraposición).
Yo no sé en qué medida el mío es bueno o no. Supongo que depende. Es posible que me muestre más refinado ante algunas manifestaciones artísticas y mucho más tosco ante otras.
Por referirme a la actualidad más rabiosa: no sé si la interpretación que hace Penélope Cruz en el Volver de Almodóvar será buena, mala o regular, porque no he visto la película –ni ganas–, pero no tengo ningún inconveniente en reconocer que la escena ésa que no paran de repetir en la televisión, en la que Cruz aparece haciendo play-back con un horrible pastiche aflamencado del tango del mismo nombre, me echa para atrás del todo. Musicalmente, para empezar, pero también cinematográficamente. ¿Por qué? Imagino que por un amplio conjunto de factores, algunos susceptibles de exposición más o menos rigurosa, pero bastantes otros referidos a fobias mías perfectamente subjetivas y, por ende, imposibles de generalizar. Supongo además que todo el paquete –película, Almodóvar y Penélope Cruz– habrá acabado resintiéndose del enfado que me ha producido oír hablar sin parar durante semanas de «nuestro» Almodóvar y «nuestra» Penélope, como si anduvieran por ahí ejerciendo de portaestandartes de la Patria.
En fin, que lo dicho: pocas cosas tan poco propicias al debate desapasionado como los gustos artísticos. Os lo dice uno que todavía sigue sin haber aclarado del todo por qué siente una irreprimible fascinación por las películas de submarinos. Por todas, incluidas las reconocidamente malas.