Según los datos de seguimiento de la Oficina de Justificación de la Difusión (OJD), el incremento constante de las ventas de El Mundo y el descenso no menos constante de las de El País han reducido de manera llamativa la importante distancia que separaba sus respectivas cuotas de mercado. El pasado enero, tras crecer las ventas de El Mundo un 3,8% y reducirse las de El País un 17,7% –ambas con respecto al mismo mes del año anterior–, el uno y el otro se quedaron a sólo 65.954 ejemplares, cuando 12 meses antes antes la zanja entre ambos era de 143.748.
Como siempre, los datos de la OJD son discutibles, y algunos los discuten, pero no lo hace El País, que en este caso sería lo importante. De hecho, la gente del diario de Polanco admite que la realidad es ésa –que las ventas de El Mundo están subiendo mes tras mes, en tanto las de El País bajan– y no oculta su preocupación.
Establecido el dato, en lo que no hay consenso es en las razones que lo explican. Muchos optan por ligarlo linealmente a una hipotética expansión de la derecha radical española, fenómeno que se correspondería con una no menos hipotética recesión del llamado «centro izquierda» (o, si se prefiere, del predicamento de los puntos de vista moderados y progresistas). Constato que hay sentimientos encontrados entre quien se apuntan a este diagnóstico: unos lo suscriben con alborozo; otros, con pesadumbre.
No me convencen ni los unos ni los otros. Ningún reciente estudio sociológico respalda esa supuesta evolución de las inclinaciones ideológico-políticas de la sociedad española. Tampoco en lo referente a las preferencias electorales, que siguen situando al PSOE por encima del PP (y aún con más claridad a Rodríguez Zapatero con respecto a Rajoy).
No veo en las cifras de difusión de los diversos diarios nada que obligue a extrapolar los datos, haciéndolos depender de fenómenos exteriores al mercado específico de la prensa.
En mi criterio, El Mundo se está beneficiando de su posición tajante, neta y sin ambages, sobre todo cuanto de más llamativo sucede en la actualidad de España: las especulaciones sobre el 11-M, la viable o inviable salida dialogada al terrorismo de ETA, la reforma del sistema de organización territorial del Estado (o sea, de los estatutos de autonomía), la inmigración, la dilución de «la idea de España» tradicional… En todos estos capítulos, El Mundo expresa análisis que están al alcance de cualquiera, por poca cultura política (y general) que tenga, porque todos se resuelven en dos patadas, con rápida atribución de aciertos y errores. Rápida y sencillísima, porque siempre corresponden a los mismos.
Hay bastante gente que agradece que le quiten de encima el fardo que representa la sospecha de que las cosas pueden ser complejas y estar llenas de matices. Quiere que todos los personajes de su película sean decididamente buenos o rematadamente malos, y agradece a El Mundo que le proporcione, a diario y como Dios manda, un nuevo capítulo del guión que se necesita para que no cese el espectáculo y la inyección de la correspondiente dosis de adrenalina. ABC y La Razón no están en una onda muy diferente, pero actúan con menos entusiasmo, de manera más rutinaria. Sus películas trasmiten el mismo mensaje, pero son más aburridas. No tienen tantos efectos especiales y están llenas de actores secundarios.
El País no se ve perjudicado porque su modo de afrontar la realidad sea más poliédrico y sesudo. Qué va. Si defrauda a una parte de sus lectores de siempre, que están dejando de serlo, es por la falta de nervio y contundencia que muestra en su respuesta a la derecha (a la que no insistiré en llamar «radical» porque, en la práctica, es la única que hay, fuera de ciertas áreas periféricas). El diario de Polanco se dedica a mantener una absurda equidistancia entre los desmanes enloquecidos de la derecha y los –a su juicio– errores del Gobierno de Zapatero, al que trata como el maestro displicente al alumno zote que no comprende la inteligencia de sus consejos. Juan Luis Cebrián y consortes han decidido que Zapatero es un gobernante inmaduro, demasiado lastrado por viejos prejuicios progres, tanto en lo referente a la política interior como a la internacional. Ellos quisieran reconducirlo al buen camino, haciéndole ver la superioridad de los añorados tiempos atlantistas y neoliberales del idilio polanco-felipista, pero el otro no se deja y sigue erre que erre en sus trece. Y eso les desespera, y su frustración y su desaliento se traslucen en el conjunto de un periódico que ya, para estas alturas, tiene mucho de ministerio y muy poco de órgano de combate. Destila soberbia aburrida y prepotencia venida a menos.
Lo cual no hace nada felices a buena parte de sus lectores, que quisieran que el fuego graneado que sale a diario de las rotativas de El Mundo y de las antenas de la Cope se viera debidamente respondido por algo que fuera al menos equivalente, si es que no superior. Pero no. Tanto El País como la Ser –ésta algo menos– dan la sensación de estar más preocupados por los negocios de su consorcio empresarial que por defender ninguna causa. Y dan esa sensación sobre todo porque es verdad: sus directivos tienen más aire de contables que de periodistas.
El País se está resintiendo por culpa de sus posiciones difusas, inasibles, desdibujadas por las brumas vaporosas que envuelven la cima del Olimpo. Para mí que, o baja al campo de batalla, a ras de suelo, o el personal irá perdiéndolo de vista cada vez más.
Pero puede que me equivoque. Ya digo que los datos son los que son y que a partir de ellos lo que empiezan son ya las apreciaciones.