Dicen que el Gobierno de Irak –o sea, el de Washington– va a proceder al ahorcamiento de Sadam Husein en cosa de nada. Algunos afirman que saben incluso la fecha en que se aplicará la sentencia. Hablan del próximo martes, 2 de enero.
Hace ya muchos años que me apeé de la doctrina simplona según la cual «cuanto peor, mejor», ésa que cifra sus expectativas de transformación social en «la agudización de las contradicciones». La experiencia me ha mostrado que, con anonadante frecuencia, cuanto peor, peor, y que las contradicciones, cuanto más se agudizan, más pinchan. Pero en este caso no estoy seguro de que no quepa hacer una excepción.
Empezaré por decir que a mí la putrefacta existencia de Sadam Husein me la trae al pairo. No soy, ni por el forro, del género de los que creen que todo individuo, por el hecho de serlo, es portador de valores eternos que sólo Dios tiene derecho a dar y quitar, etcétera, etcétera. Estoy en contra de la pena de muerte, pero no porque me encante la existencia de todo bicho viviente, sino porque creo que el poder político (oficial o en la oposición) se envilece al aplicarla. Al igual que la tortura, la pena de muerte priva de toda dignidad a quienes se supone que tienen la obligación de marcar las normas de la relación social.
En este caso, y atendiendo a la totalidad de los factores en presencia, me parece que la ejecución de Husein, si logra que el Gobierno de Washington y sus lacayos de Bagdad se degraden todavía más ante la opinión pública internacional –y ya también, de paso, norteamericana–, puede tener efectos más positivos que negativos.
Aunque cualquiera sabe.
Decía Mao Zedong –aunque me temo que no fue muy consecuente con ello– que lo malo que tiene cortarle a alguien el cuello es que, si luego compruebas que fue un error, ya no lo puedes remediar. Me parece otra razón muy poderosa contra la pena de muerte. Aunque ése sea un problema más de George Bush que mío.