Los datos sobre el accidente del metro de Valencia que van quedando claros apuntan en la dirección que cabía prever: instalaciones avejentadas, mecanismos de seguridad insuficientes, subcontratación de empresas de dudosa capacitación... No podía esperarse otra cosa, tratándose de un servicio público a cargo de la Generalitat Valenciana, defensora a ultranza de los criterios neoliberales de «eficiencia económica».
Dicen los sindicalistas de la empresa que, cuando reclamaron de los responsables de la Administración de Camps que pusieran al día los sistemas de seguridad de la línea en la que anteayer se produjo el terrible accidente, les respondieron preguntándoles si estaban locos. Les pareció un dispendio inasumible. Del mal estado de los trenes de esa línea da cuenta el hecho de que la propia Generalitat, pese a la manga ancha de sus criterios, se había resignado a mandarlos el año próximo al desguace, sin más. El año próximo ha resultado ser un plazo muy excesivo.
Oí ayer en la cadena Ser a un experto en trenes que aseguró que la probabilidad de un accidente como el ocurrido el lunes en Valencia es remotísima. Pero se trataba de un experto en trenes en general; no de un experto en estos trenes de la Red de la Generalitat Valenciana, en concreto. Es obvio que en este caso específico tienen que concurrir circunstancias que convierten en mucho menos remota la posibilidad de accidente. La prueba de ello está en el hecho de que esa misma línea sufrió otro accidente –aunque de consecuencias muchísimo menos graves– hace diez meses.
Los escándalos nunca vienen solos. Me quedé de piedra al enterarme de que los funerales por las víctimas del accidente iban a celebrarse –y se celebraron efectivamente– ayer mismo. ¿A qué esas prisas? En casos semejantes, las autoridades siempre dejan transcurrir algunos días, para que todos los trámites puedan realizarse con la calma debida y para que los propios familiares de los fallecidos puedan hacerse cargo de la situación, emocional y materialmente. Esta vez no ha sido posible: todo el mundo –las máximas autoridades del Estado incluidas– movilizado a escape... para que los 41 muertos de Valencia no ensombrezcan la visita del Papa.
Un Papa al que, por supuesto, ni se le pasó por la cabeza aprovechar el viaje para presidir él mismo la ceremonia religiosa. Sus asesores de imagen no quieren que a nadie se le pueda ocurrir empezar a presentarlo como un heraldo negro.
Por cierto que también es casualidad que los 41 fallecidos fueran católicos. Porque supongo que no habrán pasando por encima de las creencias distintas (o no creencias) de algunos de ellos, haciendo que sus restos sirvan para la práctica de un rito extraño a su sentir. (Que ésa es otra: la seudolaicidad de este Estado.)