Según lo previsto, entrevisté anoche a Julio Anguita (quién no sepa a cuento de qué y para qué puede ojear ahora lo que escribí de antemano ayer aquí mismo).
Como queríamos poder charlar sin demasiado ruido circundante, le propuse que nos encontráramos en mi casa. Le pareció bien. Fue una idea acertada, porque, efectivamente, eso nos permitió tener primero una conversación relajada (de dos horas y cuarto, según el contador de mi grabadora digital) y luego compartir una muy agradable cena, en la que nos acompañaron Charo, mi compañera de fatigas (y experta organizadora de toda suerte de eventos), mi hija Ane y dos buenos amigos de Cantabria, Ana y Moncho.
Mientras nosotros estábamos con lo de la entrevista, ellos condimentaron una cena que quedó estupenda y sirvió de excusa para que prosiguiera la charla, ya en plan más informal y ruidoso, hasta entrada la noche. Luego dimos un paseo nocturno y un punto más confidencial por la calle Alcalá, a modo de despedida. Puesto a poner pegas a la noche –como es bien sabido, poner pegas a todo constituye una de mis mejores especialidades–, eché en falta a Agustina Martín, la compañera de Julio, que, en tanto que rama internáutica de la pareja, me ha ayudado no poco en las tareas de coordinación del encuentro. Espero que remediemos pronto ese fallo. (En algunas tierras suele decirse que hay más días que longanizas. No lo sé, porque ignoro cuántas longanizas puede haber en este mondo porco, pero espero que algo acabaremos organizando, en Córdoba, en Madrid o en donde sea.)
De lo que fue la entrevista formal no contaré demasiado aquí y ahora. Ya transcribiré a efectos de publicación una selección de los pasajes de mayor interés. De todos modos, tampoco esperéis demasiado, porque soy un pésimo entrevistador: cuando el entrevistado me divierte, trabuco los géneros y tiendo a olvidar que una cosa es una entrevista periodística y otra una charla informal. Ayer llevaba un guión bastante elaborado, entre las preguntas que se me habían ocurrido a mí y las que me habíais hecho llegar los lectores de este blog (¡una cincuentena!). Bueno, pues me las arreglé para que nos enrolláramos de tal manera que, después de más de dos horas de conversa, que dirían en Alacant, no habíamos llegado ni al 50% del guión. Se lo comenté a Julio: «Si perpetro íntegro el guión que traía dispuesto, nos dan aquí las uvas». Pero, para su fortuna, los comensales de la cena empezaban a impacientarse y cortamos por lo sano.
Han pasado las horas.
Hoy me he levantado tarde y he estado rumiando mis impresiones de la víspera (soy de digestión lenta). Después de darle no pocas vueltas, he convenido conmigo mismo en que lo que más me impresionó del Anguita que vi ayer es lo vivo que está. Atención: no, no os equivoquéis. No estoy hablando para nada de padecimientos cardíacos ni de aires saludables. Estoy hablando de una persona que es capaz de repasar sin ninguna autocomplacencia y sin la menor conmiseración sus muchos esfuerzos fracasados, sus infinitos cabezazos contra la pared, que no se corta un pelo a la hora de ponerlos –y, en parte, ponerse– de vuelta y media, pero que, en lugar de chapotear en esa charca limitándose a señalar con el dedo acusador a los traidores y a los oportunistas para justificar con ello su hartazgo, sonríe con ingenuidad de neófito y concluye: «Bueno, pues qué se le va a hacer. ¡Habrá que intentarlo de otro modo!». Y entonces la emprende implacable contra los tópicos de la izquierda libresca, y contra los aristocraticismos de la intelectualidad que está de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte, y pone el acento en la capacidad creativa y en «la espontaneidad cooperativa» de la gente sencilla (apunté esa expresión: «espontaneidad cooperativa»; me dejó sorprendido), pero que no duda en decir que el pueblo español, empezando por su propio pueblo, el andaluz, ha solidificado con los años un alma insoportablemente esclava...
Tengo miedo de no estar acertando a contaros lo que vi: un espíritu inquieto, iconoclasta, rebelde y –por raro que parezca– genuinamente subversivo. Pero también, en alguna medida, un punto travieso, medio gamberro... No sé: ¿juvenil? El de alguien que ha decidido atreverse a pensar, sin evaluar las consecuencias que puede tener la libertad de pensamiento, de palabra y de obra.
Para mí, que me voy haciendo cada vez más amargado, más desengañado y más cascarrabias, sentir ayer la energía, la disposición al combate, la audacia nada solemne de Julio Anguita (se lo recordé: «¿Te acuerdas de la consigna de Danton? “¡Audacia, más audacia, siempre audacia!”») me sentó como una bocanada de aire fresco.
Hasta me acordé de Lenin: «¡Contemporizar es la muerte!».