Las consignas –no todas, pero casi– me producen un sentimiento de prevención casi instintivo. Me incomodan tanto su rotundidad y sus pretensiones de inapelación, características tan vecinas del dogmatismo, como su inevitable simplismo. «El deber de todo revolucionario es hacer la revolución», decía el Che Guevara, y muchos lo repetían, embelesados. Pero, si el hecho de luchar en pro de una revolución es lo que define al revolucionario –otra cosa sería si habláramos no de revolucionarios, sino de aspirantes a revolucionarios–, entonces la frase se convierte en una pura tautología, si es que no un absurdo. Equivale a decir: «El deber de todo cinéfilo es ver cine». Pero la frasecita tiene otro inconveniente, todavía más problemático. Me refiero a su referencia a «la revolución», como si sólo hubiera una, de la que las eventuales revoluciones concretas no fueran luego sino su concreción más o menos fiel o aproximada. En alguna ocasión me he detenido a examinar en detalle el carácter idealista-platónico de esa celebrada consigna de Guevara. Aquí me limito a apuntar la amplia trastienda que tiene.
Lo dicho sobre ella puede ser aplicado con los debidos cambios a otras muchas consignas. Por seguir en Cuba: la de «¡Patria o muerte!». ETA la adoptó, traduciéndola al euskara. Cada vez que oía que la gritaban, me daban ganas de responder: «¿Patria o muerte? ¿Hay que elegir? Bueno, pues patria».
La consigna que me tiene más mosqueado en los últimos tiempos es la muy altermundista «Otro mundo es posible». Se me ocurren un montón de objeciones. La primera me parece elemental: ¿qué se pretende decir realmente? ¿Que otro mundo es concebible, imaginable? Imposible negarlo: la imaginación da para muchísimo y no tiene por qué desenvolverse dentro de los límites de la realidad. Pero si lo que se pretende es afirmar que realmente otro mundo es factible, resulta obligado preguntar a quien lo afirma cómo lo sabe, esto es, con qué indicios materiales y concretos cuenta para sostener tan ambiciosa tesis.
No es ésa la única duda que me suscita la consigna en cuestión. Me deja pensativo también el uso del adjetivo «otro». ¿Cómo cuánto tiene que cambiar este mundo –en cuánta de su superficie y con qué profundidad– para que quepa diagnosticar que ya se trata de otro mundo, cualitativamente diferente al actual?
Y en fin, pero no menos importante: ¿por qué los amigos de la consigna de marras dan por supuesto que ese hipotético otro mundo sería obligatoriamente mejor que éste? La experiencia del llamado «progreso» conduce muy razonablemente a dudar de que los cambios que se van produciendo con el discurrir de la Historia sean siempre positivos. Hay en esa consigna un trasfondo del progresismo ingenuo típico de los pensadores más avanzados de la segunda mitad del siglo XIX y de la primera del XX, que la experiencia ha dejado más que maltrecho. El supuesto «progreso» se ha revelado muchas veces tan positivo como negativo y, en no pocas ocasiones, más negativo que positivo. Como dijo muy certeramente el Juan de Mairena machadiano: «No hay nada que sea absolutamente inempeorable».
De hecho, cada vez que leo u oigo eso de «Otro mundo es posible» me pregunto si no será una amenaza.