Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán. «¡Tío, tú no tienes ni idea de las querellas internas de los judíos!», me espeta. Ha leído la satisfacción que me ha producido tener noticia de una reciente manifestación en Nueva York en contra del sionismo congregada por seguidores de la religión hebraica, de la rama de los llamados «ortodoxos», y se burla de mi ignorancia. «Pero, ¿no sabes que ésos son los más fanáticos de todos? Están en contra del Estado de Israel, pero no porque quieran una sociedad en la que puedan convivir en tolerancia judíos y palestinos, ¡sino porque consideran que no debe haber un Estado judío hasta el advenimiento del Mesías!».
Es cierto que no para de sorprenderme la amplitud de mi ignorancia. Cuanto más consciente me hago de ella, más asumo que la broma que suelo hacer a costa de la burrería de algunos periodistas («Con todo lo que ése ignora podría escribirse una enciclopedia mucho más completa que la Británica») debería empezar por aplicármela a mí mismo. Mi principal fuente de información sobre los vericuetos del judaísmo son los sarcasmos de Woody Allen y los improperios de un par de amigos míos que son judíos, pero ateos, y que odian los propósitos que dieron origen al Estado de Israel (y, ya de paso, a no pocos de sus propios familiares, que los alientan).
Considerado lo cual, respondo a mi amigo Gervasio Guzmán –cuyos ancestros se opusieron a los pogromos sevillanos de las postrimerías del siglo XIV en razón de rivalidades aristocráticas– que soy partidario de una confluencia táctica con los hebreos ortodoxos. «Podemos oponernos conjuntamente al Estado de Israel», le digo, «hasta el advenimiento del Mesías». «¡Pero si tú no crees en esas cosas!», me replica. «Razón de más», arguyo. «Si el Mesías no viene nunca, nuestra alianza puede ser muy duradera».
Aunque me salgo por esos cerros de Úbeda tan sólo para disimular mi ignorancia, no le miento a Gervasio cuando le digo que tampoco me opondría a confluir con los hebreos ortodoxos si de ello se derivara una ventaja para la causa que defiendo. Huelga decir que es un asunto carente de trascendencia práctica, porque mis criterios no pintan ni un pijo en este asunto, pero Gervasio insiste en él, porque sabe que afecta a otras materias sobre las que solemos discutir y que sí nos pillan de cerca.
–¿Sigues en las mismas, eh? Como confluiste tácticamente con Amedo cuando la historia de los GAL, ¿no?– me suelta.
–Por supuesto –le respondo–. Si quieres combatir el hampa política y el terrorismo de Estado, tienes que saber cómo funciona. Yo nunca tuve tratos personales con Amedo, pero sólo porque no era mi papel. Aprobé que otros los tuvieran. Depende de las situaciones. Por contra, cuando hace unos meses me hicieron llegar el original del libro de Amedo para publicarlo, lo devolví. No me interesó ni como editor ni como periodista, porque no aportaba nada al esclarecimiento de lo sucedido. Era sólo un burdo intento de autojustificarse.
–Tú y tus confluencias tácticas... –sigue ironizando Gervasio.
–Sí.
–Como la que mantienes con El Mundo.
–¡Sin duda! Hay gente que se cree que me pone en un brete cuando me habla de ello, pero se equivoca. Es algo que tiene una explicación muy sencilla y muy presentable: el periódico considera, al menos por el momento, que le conviene contar en sus páginas con un «disidente profesional» como yo, y a mí me interesa contar con un medio que difunde en cientos de miles de ejemplares lo que escribo, y que contribuye a mi manutención. Es una relación clara y leal, sobre la que es tontería llamarse a engaño. Nadie piensa que mis criterios tengan nada que ver con la línea editorial de El Mundo. Ni lo contrario.
–Pues muchos no entienden esa confluencia.
–Hay muchos que no entienden muchas cosas. Yo me conformo con apañarme con las mías.
Y me despido educadamente de Gervasio y pongo fin a la conversación, que van a dar las 7 de la mañana y no son horas.