Me temo que ayer estuve en la boca –y en los teclados– de mucha gente. Recibí un verdadero aluvión de mensajes de correo electrónico y, por lo que he visto, mi nombre se paseó muchos cientos de veces por algunos foros.
No he tenido tiempo de leerlos. Menos ayer que cualquier otro día, porque se murió la madre de un amigo y fuimos a estar con él y a tratar de levantarle el ánimo con nuestras pavadas. Acabamos de copas a las tantas.
Sí me dio tiempo de comprobar que ha habido comentarios para todos los gustos. Por lo que he visto, la mayoría han sido de alegría, aunque de signo opuesto. Unos se han alegrado de que me haya ido de El Mundo porque no les gustaba que escribiera en ese periódico y prefieren con mucho que vaya a potenciar Público, el diario de próxima aparición. Otros parece que están radiantes porque son fieles seguidores de la línea editorial de El Mundo y les tocaba mucho las narices que apareciera cada dos por tres en la página 2 diciéndoles lo contrario de lo que ellos piensan.
Supongo que es normal que las cosas funcionen así, pero no deja de producirme cierta melancolía ese empeño colectivo en que nos agrupemos por sectas: los de derechas, bien juntitos y por su cuenta; los de izquierdas, compactos y en nuestra trinchera. Y todos, los unos y los otros, a regodearnos con lo propio y a cocernos en nuestra propia salsa.
He apreciado muy mucho algunos –pocos– comentarios de lectores de El Mundo que me han manifestado su discrepancia radical con mis ideas y su agradecimiento por haberles ayudado durante años a revisar constantemente sus creencias. Estimaban el ejercicio de esgrima intelectual, por decirlo de algún modo, al que les invitaba dos veces por semana.
De los muchísimos mensajes que recibí ayer, uno de los que más me gustó fue el que me envió Pedro J. Ramírez, mostrándome su estima personal y profesional y deseándome mucha suerte. Acababa citándome el célebre Good night and good luck. Bien por él. ¿Para qué quedar mal, si se puede quedar bien? Le respondí en idéntico tono. Él y yo pensamos de modo muy distinto, pero nos respetamos, y eso es bueno.
Digamos que está en las antípodas de un personaje risible que me escribió para comunicarme que está deseando que llegue la próxima guerra civil para matarme. Toma ya.
He visto en una web, Periodista Digital, muy venida a menos –me recuerda al Sábado Gráfico de los setenta, con sus portadas de señoritas en biquini–, que cita mi marcha de El Mundo hablando de «amarga despedida». No sé en qué será especialista quien dirige eso. Quizá en despedidas amargas, aunque no por voluntad propia. En todo caso, está claro que la psicología no es lo suyo. Mi despedida de El Mundo no ha tenido nada de amarga, y menos de rencorosa. Guardo un gran recuerdo del tiempo que he estado en ese periódico, aunque haya tenido mis más y mis menos, como todo pichichi en cualquier empresa. No respiro por ninguna herida, porque no hay heridas.
Y ya está bien de hablar de este asunto.
Si he de seros sincero, hoy me habría divertido mucho más escribir sobre el Día Sin Coches, que el Ayuntamiento de Madrid ha preferido celebrar este año… ¡en sábado! El año próximo será mucho más guay, porque tocará en domingo. Y que conste que no hay en ello ninguna fatalidad de calendario: los organizadores de esa jornada de coartada total avisaron a los ayuntamientos de que podían trasladar la celebración a cualquier día laboral. Pero Gallardón es así. Él se cuelga la medalla y a por la siguiente.