Está dando mucho de sí la polémica sobre la regularización (o la no regularización) de la prostitución. Tanto en este rincón de la red como en los medios de comunicación de verdad. Ayer oí durante unos minutos un debate en un espacio en RNE. No demasiado tiempo, porque tenía que salir a la calle y porque, además –lo admito–, algunas opiniones las sobrellevo con dificultad.
Hay gentes que parecen haber descubierto ahora que la prostitución funciona como un magnífico complemento del matrimonio católico. Da ganas de regalarles el Corazón loco de Machín. Algo tan tópico como las amantes con piso de los fabricantes de telas de Sabadell. De ese estilo conocí hace mucho –qué remedio: se murió– a un veteranísimo político que se decía socialista y presumía de ser muy tradicional en sus costumbres familiares. Y vaya que sí lo era: tenía una amante de toda la vida a la que visitaba todas las semanas el mismo día a la misma hora. (Él se creía que era un secreto. Como si no hubiera gente que lo viera y lo reconociera.)
Pero vuelvo a la idea inicial, que es la insinuada en el título de este apunte.
Hay discusiones que son cíclicas.
Por ejemplo: algunos lectores –y lecturas– me preguntan si, cuando hablo de regularizar las relaciones de compra-venta de servicios que entraña la práctica de la prostitución, lo que propongo no es, de hecho, sino el regreso a la sanción legal de la esclavitud. Lo cual me sitúa de bruces ante la evidencia de que ha desaparecido de la cultura general el conocimiento del mecanismo clave de las relaciones capitalistas, o sea, la venta de la fuerza de trabajo y la creación de plusvalía, algo que fue minuciosamente analizado y puesto en claro en el siglo XIX por Carlos Marx y que pasó a incorporarse pronto a los tópicos de aceptación universal (porque una cosa es admitir que existe y otra verla con ojos críticos).
Me da una cierta pereza tener que volver a explicar que una cosa es la esclavitud, por la cual el amo y señor dispone de la vida del siervo –como supone en la práctica hoy en día la prostitución en algunos clubes de alterne de carretera– y otra es la venta pactada de una determinada fuerza de trabajo, lo cual por supuesto representa una forma de explotación, pero de otro género.
Se ve que hay asalariados del régimen capitalista, en el nos desenvolvemos la mayoría, que se creen que su patrón les paga lo que producen. Va a haber que explicarles de nuevo que no: que si les pagaran la riqueza que producen de uno u otro modo, el patrón no obtendría beneficio; que ellos realizan un plustrabajo que genera una plusvalía… En fin, todo eso.
Las relaciones de trabajo capitalistas son distintas de las relaciones esclavistas, que no son estrictamente de trabajo, sino de vida. Hasta cierto punto, las relaciones matrimoniales tradicionales tienen más parecido con las esclavistas («Eres mía», «Me perteneces», etc.) que las que se fijan para una determinada relación carnal entre la puta (o el puto) y su cliente (o clienta), en la que, si se quiere, queda claro todo, incluido el tiempo de duración (que no es «hasta que la muerte nos separe», gracias al cielo).
Voy para los 60. Tengo la
sensación de estar explicando por enésima vez los mismos rudimentos económico-sociales
desde ni sé cuándo.
Me siento igual que Penélope.
Pero no: me basta con mirar por la ventana para comprobar que esto no es Itaca.