Un lector me evocó ayer una columna que publiqué en 1998, que entonces le llamó la atención y que sigue conservando. Yo la recordaba en parte, por razones sentimentales que no hacen al caso, pero la recuperé de mi hemeroteca digital para releerla al completo, por curiosidad.
El asunto no tiene mayor importancia; lo cuento tan sólo para explicar por qué me introduje por un rato en la máquina del tiempo.
Ya que me había puesto a escarbar en viejos escritos, estuve repasando otras columnas y apuntes de la época, y me sorprendió comprobar que buena parte de ellos, de los que no guardaba ninguna memoria, podría haberlos redactado la semana pasada o ayer mismo, cambiando la excusa y la fecha, y –hablo de mí, claro– me habrían resultado igual de válidos. No es que no haya cambiado apenas desde hace nueve años mi visión de la vida y del devenir de los días; es que la vida y el devenir de los días siguen siendo casi los mismos.
Un poco peores, a decir verdad, pero parecidísimos.
Me acordé de unos versos de Blas de Otero, al que ya cité con otro motivo hace pocos días: «Porque escribir es viento fugitivo / y publicar, columna arrinconada»
Él insistía en la idea, atrapado por su sentimiento trágico de la vida: «Digo vivir, vivir, como si nada / hubiera de quedar de lo que escribo». (Se equivocaba, como estoy demostrando.)
Os voy a ser sincero: yo, que intento sustituir el sentimiento trágico de la vida por el sentimiento práctico de la vida –con desiguales resultados–, me pregunté si no sería cosa de aprovecharme de esa especie de penosa impasibilidad de la Historia actual para dedicarme a reciclar con disimulo y discreción lo mucho que llevo escrito desde años ha y volver a ponerlo en circulación, más o menos remozado. Por el aquel de rentabilizarlo. «Con lo que cuesta generar ideas, tampoco es cosa de malbaratarlas, ¿no?», pensé.
Me sucede con cierta frecuencia que temo repetirme. O me repito, sin darme cuenta. Tiene su lógica, si se considera que debo de llevar escritas cerca de 4.000 columnas. A veces no recuerdo qué parte de lo pensado en uno u otro momento lo puse por escrito o lo dejé estar. De modo que me dije: «Pues, si tú no te acuerdas, la gran mayoría tampoco. Si la Historia se repite, ¿por qué no habrías de hacerlo tú?»
Pero, una vez que me gasté a mí mismo esa broma, no me hizo gracia.