No coincido ni siquiera cuando coincido. Coincido con casi toda la clase política –PP excluido– y con el grueso de la profesión periodística en que la llamada «teoría de la conspiración» que vincula a ETA con los atentados del 11-M es absurda e insostenible, pero no comparto el modo en que razonan su rechazo.
No me conmueven ni poco ni mucho, en particular, sus argumentos de autoridad: que si los jefes de la Policía dan por probado esto o lo otro, que si la Audiencia Nacional considera establecido lo de acá o lo de acullá... «Dejemos que actúe el Estado de Derecho», reclaman. Yo no desdeño lo que afirman la Policía y los jueces –no por principio, al menos–, pero de ahí a tomarlo como verdad revelada, en este caso o en cualquier otro, hay un larguísimo trecho que me cuido muy mucho de recorrer.
Las invocaciones al «Estado de Derecho» me suenan a música celestial. He visto demasiadas veces informes policiales hechos a la medida de los intereses de tal o cual poder establecido y resoluciones judiciales capaces tanto de dar por probados hechos perfectamente inexistentes como de desdibujar lo realmente sucedido hasta hacerlo irreconocible. Por decirlo claramente: para mí –y me da que para bastante gente más– que una versión cuente con el respaldo de policías y jueces no me dice gran cosa. Puede disfrutar de esos favores y ser perfectamente falsa.
Si la «teoría de la conspiración» me parece un engendro es porque, primero, está prendida con tres pespuntes y dos alfileres, y segundo, porque no encaja ni a bofetadas con el modus operandi de ETA, que nunca ha subcontratado sus atentados.
Todo lo que he leído en favor de esa teoría me ha parecido exagerado, tendencioso, mal engarzado y contradictorio. En realidad, lo único que alguna vez ha hecho que me asaltara la sombra de una duda sobre la versión oficial de los hechos ha sido la desconfianza que me merecen quienes la defienden más y con mayor entusiasmo. Detesto coincidir con ellos, incluso cuando en realidad no coincido.