Me preguntan algunos lectores –de entre los esforzados que siguen de guardia a estas alturas del estío– por qué no he escrito nada sobre la visita del Papa, sobre las elecciones mexicanas o sobre las últimas y ferocísimas agresiones de Israel. Les respondo: cuando no digo nada acerca de tal o cual asunto de máximo interés general, es porque me doy cuenta de que no estoy en condiciones de aportar nada que no resulte obvio, lo que suele sucederme por no haber estudiado el asunto con atención. Para soltar obviedades, opto por el silencio.
Esto de no estudiar las cosas con la necesaria dedicación –necesaria para opinar sobre ellas con algo de fundamento– me ocurre con cierta frecuencia, sobre todo en vacaciones. Repaso dos o tres periódicos, oigo los noticiarios de la radio (los de la televisión, menos: no sólo porque son de una superficialidad que echa para atrás, sino porque impiden hacer ninguna otra cosa simultáneamente), pero no buceo en internet como lo hago cuando estoy de servicio. Supongo que se entenderá la razón: qué menos que poder bajar el pistón laboral en verano, y más tratándose de un trabajo voluntario y gratuito.
Van a cumplirse seis años desde el día que inauguré este rincón en la Red. Fue el 18 de julio de 2000. Hice pruebas durante una semana y me asomé a la superficie el 25 de julio. Teniendo en cuenta el puñado de días que he faltado a la cita con los lectores desde entonces (media docena, de los cuales sólo uno por decisión mía), eso me da un total de más de 2.000 apuntes u hojas de Diario.
Siempre he escrito sobre algo que me había llamado la atención en las horas anteriores, fuera de mucho interés general o no. Hoy, mientras dispongo mis cosas para emprender vuelo a Bilbao –de ida y vuelta: esta madrugada estaré de regreso junto al Mediterráneo– , la única nota tomada que tengo es sobre lo mal que suelen prefigurar el futuro las películas de ciencia-ficción, no tanto porque sus autores no sean capaces de imaginar los adelantos técnicos que efectivamente acaban por producirse, sino porque yerran por completo en la predicción de los cambios culturales que va experimentando el mundo. Un ejemplo acabado nos lo ofrece 2001, una odisea en el espacio, película de culto donde las haya. Como ya ha pasado un lustro de la fecha que toma como referencia, podemos afirmar sin riesgo de error que no da ni una. Y no la da porque los guionistas fueron capaces de hacer un ejercicio de imaginación a la hora de pensar en computadoras –aunque las idearan innecesariamente gigantes– y otros adelantos técnicos, pero se mostraron incapaces de imaginar que sus pautas culturales e ideológicas eran también pasajeras, circunstanciales, no inherentes al ser humano. Yo tengo debilidad por la serie de La Guerra de las Galaxias, y hasta atesoro un fotograma autentificado del máster de la primera entrega, pero siempre he sido consciente de que son pelis de romanos, tan absurdas como las de Hollywood, que trasladan a los tiempos de César los gustos y los hábitos de la época en las que se filmaron.
De todos modos, la obra de ciencia-ficción más disparatada que guardo no pretendía formar parte del género. Es un grueso libro que se llama La URSS en el año 2000 y fue obra del Instituto de Ciencias de la Unión Soviética. Su primera y principal pata de banco figuraba en el propio título: como es sobradamente sabido, la URSS no llegó al año 2000.