Ya está otra vez El País armando bulla contra Chávez. Ahora la excusa es que el presidente venezolano prepara una reforma constitucional que, de salir adelante, permitirá la reelección sucesiva de los jefes de la República (y, por ende, la suya propia).
Lo de El País
es de un aburrimiento total. Para estas alturas, es ya escandalosamente
evidente que todas sus opciones editoriales en materia de política
latinoamericana –todas sus opciones, en general, pero de manera muy especial
las que realiza con relación a América Latina– están dictadas por sus intereses
empresariales, que son muchos y sustanciosos. (*)
Esa gente no odia a Chávez de todo corazón, sino de toda cartera.
Algo semejante, pero menos corporativo, podría decirse de muchos periodistas españoles, siempre dispuestos a escribir algo –lo que sea, venga o no a cuento– contra el presidente de Venezuela. Era un fenómeno que me tenía intrigado. ¿Y esa obsesión? Hasta que me enteré de que un consorcio empresarial con intereses en Venezuela contrató hace meses los servicios de una agencia estadounidense especializada en crear opinión. Este tipo de agencias forman redes de intereses que movilizan a cientos de periodistas de todo el mundo, a los que pagan por escribir en pro de tal o cual causa. Unas veces remuneran sus servicios por la brava, en cheque al portador o en efectivo, y otras se sirven de métodos más sutiles, pero no menos sustanciales. (Algún día de éstos quizá me anime a detallar cómo funcionan esas cosas, para poner al tanto a quienes no las conozcan.)
Pero que haya quien se mete con Chávez por motivos espurios no quiere decir que Chávez tenga obligatoriamente razón en todo, ni mucho menos. Lo digo con conocimiento de causa, porque yo mismo he tomado más de una vez mis distancias con respecto al líder de la Revolución Bolivariana, y desde luego no porque nadie me haya pagado por ello. He tomado distancias no sólo políticas, sino también, con cierta frecuencia, éticas, y hasta estéticas.
Por ejemplo: considero que su aparatosa devoción religiosa, sea sincera o impostada, no pinta nada en la acción política. (Ya sé que las referencias culturales que allí tienen más gancho no están dictadas por los principios que inspiraron la toma de la Bastilla, como lo están las mías, pero me temo que va a ser difícil que me convenzan de que aquellas convienen mejor a la educación del pueblo.)
De todos modos, las cuestiones invocadas en el enunciado de este Apunte no precisan de tantos meandros como vengo recorriendo. Son de teoría política, y muy concretas.
Las dejaré en dos.
Primera: ¿es condenable, por principio, que un Estado adopte normas constitucionales por las cuales sus máximos dirigentes puedan mantenerse indefinidamente en el cargo, si tal es el deseo expresado en las urnas por la ciudadanía?
Sobre esto he de hacer una alegación previa: resulta de traca fallera que responda negativamente a esta pregunta alguien que se muestra fervoroso defensor de una monarquía, que tiene un jefe del Estado fijo, de por vida y sin pasar por las urnas.
Pero es que, al margen de eso, y aunque quien dijera tal cosa fuera republicano, habría que recordarle que son muchos los estados en el mundo, entre ellos el español, que no tienen establecida ninguna limitación para la reelección de sus principales dirigentes. Los Estados Unidos de América la fijaron por iniciativa de George Washington (**), pero la suprimieron posteriormente (gracias a lo cual el físicamente muy limitado Franklin D. Roosevelt pudo cubrir hasta cuatro mandatos), para volver a imponerla más tarde.
O sea que, se piense lo que se piense de la norma, lo que no puede afirmarse sin hacer el ridículo es que sea antidemocrática.
Segunda cuestión que vale la pena plantearse: ¿es bueno para la salud social que haya líderes políticos que se perpetúen en el cargo?
Eso es discutible.
Mi criterio, basado en la mera observación histórica, es que la renovación, por melancolía que pueda producir en ciertos casos, a la vista de la talla intelectual de los sucesores, es sana. Oxigenante. Conviene, además, para asentar en la conciencia ciudadana uno de los principios más difíciles de asimilar del que yo tenga noticia, y que fue formulado por el ciudadano Eugène Pottier en el poema que daría origen al himno de La Internacional. Decía, en francés: «Il n’est pas de sauveurs suprêmes: Ni Dieu, ni César, ni tribun!» Ni Dios, ni César, ni tribuno.
Chávez parece defender los tres títulos.
Por supuesto que tiene que haber dirigentes, y es mejor que salgan listos que tarados. Pero los propios equivalentes lingüísticos de la palabra deberían ponernos en guardia: caudillo, duce, führer, conducator…
Lo peor que acarrean los grandes líderes no es que acaben creyéndose que son geniales –lo cual ya es de por sí francamente peligroso–, sino que la genética molicie de los pueblos tiende a delegar en ellos sus responsabilidades, lo que acaba dando origen, como destilado, a las dictaduras, de derecho o de hecho.
Chávez es lo mejor que le ha ocurrido a Venezuela desde tiempo inmemorial. De eso no me cabe duda. Pero mi espíritu insatisfecho me mueve a pensar que el pueblo de Venezuela se merece algo mucho mejor todavía. Y que eso no puede encarnarlo una persona. Tiene que ser un sistema de organización social.
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(*) Ejemplo de rigor periodístico: podía leerse en elpais.com de ayer, al final de un artículo contra Chávez: «Según una encuesta publicada el pasado 3 de agosto por el diario caraqueño El Nacional, el 61% de las más 1.138 personas consultadas dijo creer que Chávez busca "perpetuarse en el poder"». Pifias dactilográficas aparte, ¿qué significa «más de 1.138 personas»? ¿1.139? ¿Un millón? Me recordó a otro periódico que publicó no hace mucho que a una determinada partida presupuestaria se habían asignado «1.123.470, 05 euros, aproximadamente». De todos modos, la encuesta mencionada ya era de por sí una joya. Vale; pongamos que el 61% de las personas consultadas creyeran eso. Pero ¿les parecía bien, mal, regular…?
(**) Un lector me precisa que G. Washington no fijó ninguna limitación de mandatos presidenciales. Que lo suyo fue una opción personal, que sus sucesores adoptaron como norma de conducta, que se prolongó hasta Roosevelt, que decidió presentarse a sucesivas reelecciones. Fue a raíz del comportamiento de F. D. Roosevelt cuando los EEUU decidieron convertir en ley la limitación a dos mandatos.