El éxito social es resultado de un conjunto de circunstancias favorables. Los triunfadores en esto o lo otro –nadie triunfa en todos los órdenes de su vida– suelen tener algún mérito o habilidad sobresalientes. Pero eso no es suficiente. Ni siquiera lo principal. Lo esencial es que encuentren el modo de que la mayoría social los tome por figuras.
Eso es algo que suele estar asociado al padrinazgo: la gente concede crédito a quienes se supone que saben y, si los que se supone que saben dicen de alguien que es excepcional, la mayoría lo considera excepcional, sin más. Aunque de hecho su único mérito extraordinario sea haberse agenciado el favor de tan buenos padrinos.
Pero los mecanismos de la valoración social son muy especiales. ¿Qué tiene un vestido de Marylin Monroe para que alcance precios astronómicos en una subasta? Nada intrínseco. Lo que la mitomanía quiera añadirle. En una escena de Blow Up, Antonioni jugó con esa idea: la multitud asistente a un concierto de rock se pelea por hacerse con el mástil de una guitarra que el solista rompe a castañazos y arroja al público; al final, el mástil de la guitarra acaba en una basura callejera y ningún transeúnte le presta la menor atención. Había perdido su valor añadido.
En la última página de El País de ayer salió publicado un reportaje interesante, firmado por Yolanda Monge. Contaba cómo el célebre violinista Joshua Bell se plantó en un pasillo del metro de Nueva York con su magnífico Stradivarius a una hora de máxima afluencia de público, estuvo casi una hora tocando –magistralmente, por supuesto– algunas piezas de su repertorio… y apenas nadie le prestó atención. De las 1.070 personas que pasaron delante de él durante ese tiempo, tan sólo 27 se avinieron a dejarle algo de dinero en la caja de su valoradísimo instrumento (recaudó 32 dólares y algunos centavos) y casi ninguna se paró a escuchar. Sólo lo hizo una mujer, que lo reconoció (¿o habría que decir porque lo reconoció?).
El reportaje planteaba implícitamente, tal vez sin pretenderlo, una muy vieja cuestión: la de ces Mozart qu’on assassine; la de todos los Mozart, la de los muchísimos Einstein que nuestra sociedad asesina a diario sin saberlo. Lo cual tiene dos facetas. La primera, la que ofrecen los cientos de miles de miserables de todos los mundos, pero sobre todo del Tercer Mundo, que hubieran podido desarrollar potencialidades extraordinarias en los más diversos terrenos (científicos, artísticos, deportivos), pero que jamás lo harán, porque están demasiado ocupados en morirse de hambre y de desidia. La segunda, mucho menos angustiosa pero también amarga, la de quienes tienen esas potencialidades y han logrado desarrollarlas en buena medida, pero que no encuentran el reconocimiento público que merecerían. Sé de personas muy valiosas, muchísimo más valiosas que otras que gozan de un elevado reconocimiento profesional, que malviven con apuros, como las notas del arpa de Bécquer, «esperando la mano de nieve que sepa arrancarlas». Pintores excelentes, escritores de primera, cantautores con vena que se ven inmerecidamente condenados al anonimato, si es que no al ostracismo.
El gran público pasa a su lado –ve sus cuadros, ojea sus escritos, oye sus canciones– y sigue de largo indiferente, tal vez pensando que, si realmente valieran la pena, saldrían en los periódicos, en la radio y en la tele.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trata el mismo asunto en El Mundo: Cuánto Mozart asesinado.