Algunos lectores me escriben de tanto en vez para pedirme que no sea tan monotemático; que hable menos de Euskal Herria y más de los problemas de otros pueblos.
Podría responder –y en parte respondo– diciendo que la cuestión vasca no es, en el fondo, sino una de las diversas formas que adopta la cuestión española, y no la menor. Que lo que hoy en día se está debatiendo y perfilando, proceso vasco mediante –una vez terminado en semi-fracaso el debate sobre el nuevo Estatut de Catalunya, que se lo han «cepillado» en Madrid, según la finísima expresión de Alfonso Guerra–, es, en el fondo, el modelo de organización territorial que va a tener el Estado español. Se trata de dilucidar si éste acabará de tirar por un camino asimilable al federalismo o si vamos a seguir en la aburrida, antinatural y caótica mezcla de centralismo y descentralización que llamaron «Estado de las autonomías». Eso afecta a todo el mundo, sea sevillano, vigués, cartagenero, canarión, ibicenco o del quinto pino, que es donde está asentada mi casa mediterránea.
Podría responder eso, porque tiene mucho de verdad, pero debo responder otra cosa, que es aún más verdadera: no hablo casi nunca de lo que está sucediendo en otros lugares porque me faltan los conocimientos que se necesitan para expresar opiniones fundadas sobre ello. Persona relativamente informada, por curiosidad y por necesidad profesional, sé algo de casi todas las comunidades autónomas españolas, pero, por lo común, muchísimo menos de lo que saben los lectores de estos Apuntes que viven en cada una de ellas. Los hay que me preguntan: «¿Qué opinas de esto o de lo otro que ha ocurrido por aquí?». A lo que respondo casi siempre: «No opino nada, porque no conozco lo suficiente del asunto».
Hay veces que me pasa eso mismo en relación a asuntos concretos de la política vasca. No sé lo suficiente sobre ellos y, si me aventuro a opinar, corro el riesgo de meter la pata. Hace unos meses expresé un punto de vista sobre la llamada Y griega vasca –la comunicación por tren de alta velocidad entre Bilbao, Vitoria y San Sebastián– y me gané un chorreo de mil pares, por ignorante y por superficial. Calladito habría estado, si no más guapo, en todo caso menos feo.
De entre las críticas que recibo por mi insistencia en hablar de la cuestión vasca, la que menos me convence es la de aquellos que me dicen que les aburro con ese rollo, porque ellos no tienen el menor interés en las diferencias nacionales, las fronteras, etc. En mis tiempos de entusiasta leninista aprendí tanto a apreciar el internacionalismo como a no fiarme ni un pelo del cosmopolitismo. No he conocido ni a un solo «ciudadano del mundo» que lo fuera realmente y cuyas proclamas despectivas sobre «los pequeños nacionalismos» no actuaran en la práctica como defensa implícita de lo existente, caracterizado por el predominio de los grandes nacionalismos. Un verdadero internacionalista se rebela obligatoriamente contra las opresiones nacionales. Durante algunos años me tocó convivir con un acendrado cosmopolita que, así que le rascabas un poco la superficie, mostraba ser una curiosa mezcla de terco españolista y agresivo sionista. Son cosas que ocurren.
Por lo común, el desdén ante las reivindicaciones nacionales minoritarias es muestra de indiferencia, cuando no de conformidad, con las patentes injusticias y discriminaciones que denuncian los nacionalistas sin Estado.
Dicho lo cual, confío en que la feliz evolución de los acontecimientos vaya permitiéndome poco a poco diversificar mis centros de interés, animándome a escribir, no necesariamente sobre otros sitios, pero por lo menos sí sobre otras cosas.