Sabía –ya lo avisé– que mi distancia crítica con respecto al régimen castrista iba a molestar a no pocos lectores de estos Apuntes, amigos y compañeros de fatigas. No he tardado en comprobarlo vía correo electrónico, sistema por el que me han hecho saber su disgusto.
Empezaré por dejar sincera constancia de mi agradecimiento. Porque, si me escriben para razonar sus puntos de vista, es porque los míos les merecen estima, y eso es de agradecer.
Dejada constancia de ello, no creo que sea necesario decir –seguro que lo daban por hecho– que no me han convencido sus argumentos, veteranos en estas lides.
Lo que no me ha gustado, y debo decirlo, es que haya quien continúe recurriendo a la vieja y nada agradable táctica de deformar los puntos de vista del oponente (yo, en este caso) para mejor criticarlo.
Así, me parece que está feo tomar mis críticas al régimen de Castro como críticas «a Cuba». Yo nunca he criticado a ningún país. Tampoco a Cuba, por cuyo pueblo siento gran simpatía. Considero muy poco riguroso identificar un régimen político con el país en el que se sustenta.
En segundo lugar, yo nunca he considerado que los regímenes que padecen el resto de los países caribeños sean mejores que el castrista. He dicho más bien todo lo contrario.
En tercer lugar, que se diga que mis críticas hacen el juego del imperialismo me parece tristísimo, por lo que tiene de regreso a los esquemas inquisitoriales del estalinismo. Las críticas se dividen en dos categorías esenciales: justas e injustas. Una crítica justa sólo hace el juego a la verdad. Y si no es justa, merece ser refutada por injusta, no por hacer el juego a nadie a quien el crítico puede abominar (éste es el caso) como el que más.
En cuarto lugar, justificar las restricciones de las libertades en Cuba argumentando que en ningún lugar del mundo hay verdadera libertad me resulta de una pobreza argumental patética. Desdeñar las libertades llamadas formales porque no son libertades plenas es propio de gente que nunca ha tenido que padecer la ausencia plena de libertades. En un coloquio tras una conferencia en Donostia hace seis o siete años me lo dijo un chaval: «Estamos como en el franquismo». Admito que no soy capaz de polemizar en esos términos.
Podría seguir mucho rato respondiendo a estos o aquellos argumentos, pero la experiencia me dice que, excepciones contadas aparte, es muy poco el personal que se mete en una polémica como ésta dispuesto a cambiar de criterio, si ve que el suyo anterior no estaba muy fundamentado.
En esas condiciones, no tiene demasiado interés discutir. Resulta hasta tedioso.
A cambio, me ha hecho gracia que haya quien crea que se conoce mejor mi pasado que yo. Un lector me dice que el Movimiento Comunista, de cuya dirección formé parte, nunca fue realmente prochino, y que estaba más bien del lado de movimientos revolucionarios de corte castrista. Debo quitarle esa idea de la cabeza. El MC, desde 1969 hasta 1975, más o menos, fue ortodoxamente prochino. He tenido ocasión de leer un estudio de reciente publicación en Brasil en el que su autor, un profesor bastante erudito, pone alguno de mis trabajos de los años 70, en concreto uno que titulé Sobre la lucha de líneas en la República Popular China, como ejemplo de ortodoxia «maoísta» (adjetivo que ni nosotros ni el propio Mao admitimos nunca, dicho sea de paso).
Insisto en lo que escribí ayer: nunca fui (fuimos) castristas. Guevaristas, algo más, en la medida en que Guevara se distanció del prosovietismo de Fidel. (Invito al que tenga paciencia para ello a que lea el texto de mi conferencia «El deber de todo revolucionario es hacer la revolución», en el que detallo estos asuntos.)
Y cambio de tercio, que a éste no le veo demasiado porvenir.