Ya lo sabéis: Fidel Castro ha sido sometido a una complicada operación. Debe de serlo, puesto que se ha creído en la obligación de redactar y firmar de su puño y letra un comunicado para dar cuenta del hecho a Cuba y al mundo.
El régimen castrista viene constituyendo desde hace años uno de los escasísimos motivos político-ideológicos que me distancian de manera radical de no pocos de mis amigos. Me culpan de ello. Dicen que me muestro excesivamente severo con Castro. Les respondo que la culpa es suya, que ponen esa excepción a su defensa de las libertades y los derechos humanos. Ser incondicional de una causa significa, por definición, no ponerle condiciones.
Mis amigos –y quienes me leen, en general– saben que no me gusta hacer trampas. Tampoco las hago en este caso. En consecuencia, y para ser sincero, he de empezar por confesar que mi animadversión hacia Castro se fraguó en los tiempos en los que, supongo que impelido por las necesidades materiales de la población cubana, él se hizo ferviente prosoviético. Por entonces yo era prochino. La República Popular de Mao y la URSS de Jruschov andaban a la greña, y hasta se tiroteaban sobre las aguas del río Usuri. De todos modos, aún más que prochino, yo era sobre todo antisoviético. El tipo de socialismo y de marxismo de boquilla que practicaban las autoridades rusas sublevaba mi intransigente revolucionarismo juvenil, que iba sin parar de la toma de la Bastilla a la del Palacio de Invierno.
Odiaba, en particular, la posición de los aparatchiki soviéticos en relación a «la cuestión nacional». Retomando una vieja fórmula antizarista, no dudaba en decir que la URSS era «una cárcel de pueblos» y repetía cual papagayo politizado todas las fórmulas leninistas sobre «el derecho de autodeterminación de los pueblos y naciones». En eso me mostraba más vasco que marxista. Excuso decir que mis anatemas hacia Moscú los hacía muy prioritariamente extensivos al Partido Comunista de España y a su secretario general, Santiago Carrillo, que ya entonces me parecía una auténtica momia política.
Debo decir que todos esos entusiasmos fundacionales me entraron cuando tenía apenas 16 años.
El apoyo de Castro a la supuesta ortodoxia marxista con sede en Moscú me condujo a mirarlo con mucha prevención.
Leí por entonces algunos libros sobre el castrismo. Uno, que recuerdo bien, se llamaba Les Guérrilleros au pouvoir, y era obra del polaco K. S. Karol (Ed. Robert Laffont, 1970). Otro, que me llamó mucho la atención por su peculiar ángulo de visión afro-caribeño –ponía de vuelta y media al castrismo por su discriminación política de los negros cubanos–, fue Castro-Debray contre le marxisme-léninisme, de Antoine G. Petit (Ed. Laffont, 1968).
Venía yo predispuesto también por mi simpatía visceral hacia el Che Guevara y por el comportamiento que tuvo Castro con (¿contra?) él durante su desdichada y terminal estancia en Bolivia, tan mal ideada como llevada a cabo. Me soliviantó que Fidel pusiera a Guevara en manos del secretario general de los comunistas bolivianos, Óscar Zamora, prosoviético irredento que no compartía ni los objetivos ni los métodos del argentino, al que, según mis conclusiones de entonces, traicionó miserablemente. Guevara compartía (véase su Diario de Bolivia) el paquete que yo tenía a Régis Debray, por entonces amiguísimo de Castro.
Aparte de lo cual, me tragué –sigo hablando de finales de la década de los 60 e inicios de la de los 70 del siglo pasado– la versión cinematográfica de varios discursos interminables del comandante, que me resultaron engolados, narcisistas y de escasísimo interés ideológico.
Cuento todo esto porque no tengo la más mínima intención de vender ninguna burra averiada. Admito abiertamente que mi desconfianza hacia Castro no provino de un estudio en profundidad de la realidad socio-económica, política y cultural de Cuba, ni nada semejante, sino que se fijó en mi equipaje sentimental como resultado de un impulso juvenil que probablemente no aguantaría ahora ni medio análisis. Aunque también es cierto que, de haber encontrado con el paso del tiempo poderosos motivos para cambiar radicalmente de criterio sobre el personaje, lo habría hecho, como lo hice con Guevara, y con Mao. Pero no ha sido así.
No tengo ninguna fijación con él. Ni a favor ni en contra. A quienes han tratado de catalogarme como anticastrista les he respondido siempre que para llegar al sustrato en el que albergo mi poca simpatía por el individuo en cuestión y por su obra sería preciso pasar por las capas y más capas en las que se almacena mi aversión hacia otros muchos cientos de políticos, militares y empresarios de América Latina y del mundo entero. Nunca he tenido el menor inconveniente en reconocer que, si el régimen de Castro me disgusta, muchísimo menos me gustan los regímenes políticos de todos los países que lo circundan.
Entretanto seguiré dejando constancia de que considero inaceptable que en Cuba no sea posible decir y escribir lo que a uno le parezca bien decir y escribir, que no quepa organizarse como uno desee organizarse y llamar a los demás a organizarse... y, ya de paso, que uno no pueda ser un mariposón sin que el comandante supremo le denoste por serlo, aunque ya no le meta en la cárcel por ello.