Me disponía a repasar la actualidad del día para decidir en cuál o cuáles de sus aspectos centraba mi apunte de hoy cuando, zas, me he quedado fijo mirando la fecha: 20 de diciembre. Tenía ya apuntadas en mi cuadernillo varias ideas («El adiós de Koffi Anan: retrato de un cobarde consciente», «Palestina agoniza; diagnóstico: cáncer intestino», «Chávez defiende la formación de un partido bolivariano único»), pero la fascinación de la fecha me ha arrastrado sin remedio.
20 de diciembre. Me he puesto evocador. 20 de diciembre de 1973. Se me ha venido a la memoria todo.
Salimos de París aquella noche rumbo a Bayona, no mucho después de las 2 de la madrugada, en mi destartalado Citröen Ami-6. Yo vivía por entonces en Charenton, cerca del punto donde se juntan el Sena y el Marne, en una casa ruinosa, pero histórica: era el edificio que albergó el manicomio en el que estuvo encerrado durante años el marqués de Sade (quienes recuerden Marat-Sade, la impresionante obra teatral de Peter Weiss, sabrán de qué lugar estoy hablando). Mi Ami-6 de segunda mano era un coche magnífico, que alcanzaba los 120 km./h. cuesta abajo sin dificultades. Bueno, sin dificultades insuperables, en todo caso.
Las carreteras francesas eran por entonces infinitamente mejores que las españolas, pero con todo y con eso el viajecito se las traía.
Llevaba de pasajeros a tres comparsas del exilio. De dos de ellos (Eugenio, Carmen) me acuerdo muy bien, pero no me viene a la memoria el tercero.
Hacía un día de perros. Llovía y llovía.
Atravesamos Burdeos –una ciudad que me resultaba muy familiar, porque había vivido casi tres años en ella– y enfilamos las larguísimas rectas de las Landas. Aunque llevaba sobre las espaldas unas seis horas de carretera y la circulación era muy intensa, no estaba cansado y apenas tenía sueño (estaba a punto de cumplir 26 años; así, cualquiera).
Mis compañeros de viaje dormitaban. Llevaba conectada France Inter, la radio pública francesa, que ponía música navideña. Era jueves. Íbamos en lenta caravana. No tenía prisa. Había quedado al mediodía entre Bayona y Biarritz, en el rincón al que llaman la Chambre d’Amour, con unos compañeros de brega antifranquista, que venían del otro lado de la frontera para recibir instrucciones (de quién y mías: pobrecillos).
De repente, me di cuenta de que un coche se había puesto a adelantar a la caravana a toda pastilla. Lo miré por el retrovisor: era un Mercedes matrícula de Luxemburgo. Venía embalado. Según pasó a mi lado, le eché un vistazo. Me quedé horrorizado. Vi que iban en su interior cinco hombres. Todos dormidos. Incluido el conductor, que reposaba tumbado sobre el volante. Según me hice cargo de la situación, aceleré, me puse a su altura, bajé el vidrio de mi ventanilla y empecé a golpear como un poseso la suya, tratando de despertarlo. No lo logré. Cuando miré al horizonte, vi espantado que se nos venía encima un enorme camión que circulaba en sentido contrario. Insistí en mi empeño hasta que me vi obligado a renunciar. Pero había esperado demasiado. El Mercedes se estrelló de frente contra el camión, rebotó brutalmente... y se me vino encima. Traté de esquivarlo, pero sólo lo logré a medias. El golpe fue terrible. Lo siguiente que recuerdo es que mi Ami-6 se detuvo al borde de la carretera, hecho un amasijo de chatarra.
Por feliz casualidad, ninguno de nosotros había resultado herido. A Eugenio le dolía el pecho, por el tirón que le dio el cinturón de seguridad. Los demás, ni eso.
Salí del coche escurriéndome. La rueda delantera izquierda había quedado a unos diez centímetros de mi nariz. Siniestro total, por supuesto.
Me acerqué a los restos del Mercedes. Abrí la puerta derecha trasera, que era la única que parecía accesible.
Los cinco pasajeros estaban muertos. El más cercano a mí tenía levantada la tapa de los sesos. Literalmente. Como si fuera una boina.
El choque fue múltiple. Muy múltiple. Resultaron afectados una docena de automóviles, aparte del Mercedes y del camión.
El único de los pasajeros del Ami-6 que contaba con papeles en regla era yo, que tenía documentación de apátrida, amparado por las Naciones Unidas.
Les dije a los otros tres, perfectamente indocumentados (no del todo: uno llevaba un pasaporte falso), que se evaporaran. Conseguimos que los cogiera como pasajeros un buen hombre que había salido indemne del accidente.
Tuve que ir a una Comisaría a prestar declaración, claro. Allí me enteré de que los cinco muertos eran emigrantes portugueses. Habían salido de Luxemburgo la noche anterior y no habían parado para nada. Tenían prisa en morir.
Los gendarmes franceses me preguntaron si quería demandarlos. Sólo faltaba. Pobre gente. Decidí quedarme sin coche («Dios me lo dio, Dios me lo quitó») y a correr.
Al final, fue la propia Policía francesa la que me acercó a Bayona.
Allí supe que no valía la pena que me esforzara en llegar puntual a mi cita. Carrero Blanco había tenido también un accidente de circulación, más o menos a la misma hora que yo, y mis amigos, los que iban a cruzar la muga para verse conmigo, habían decidido que era más prudente dejarlo para otro día.
De eso hace 33 años. Qué cosas.
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Una curiosidad. Recordando aquellos tiempos, he encontrado esta vieja fotografía, en la que se ve a un joven Javier Ortiz sesteando sobre el techo del vehículo aludido en el apunte anterior: Citröen Ami-6, matrícula 5152-BV-33. La fotografía –(c) Eugenio del Río Gabarain– fue tomada en el verano anterior al accidente del que aquí se ha hecho reseña.