Dos sindicalistas de Naval Gijón, Cándido González Carnero y Juan Manuel Martínez Morala, están recluidos en la prisión asturiana de Villabona desde el pasado 16 de junio. Han sido encarcelados para que cumplan una pena de tres años de cárcel que les fue impuesta al ser considerados responsables de la rotura de una cámara de video, destrozo que se produjo en el transcurso de una manifestación obrera que tuvo lugar en marzo de 2005 en defensa de la continuidad del astillero, por entonces amenazado de desmantelamiento.
La muy severa sentencia condenatoria se basó únicamente en el testimonio de varios policías, que señalaron a Cándido y a Morala –así los llaman sus compañeros: al uno por el nombre de pila y al otro por su segundo apellido– como autores del hecho. El tribunal que los condenó se negó a tener en cuenta las imágenes de un vídeo grabado por la propia Policía en el que se percibe claramente que ninguno de los dos procesados estaba entre quienes lanzaron el petardo que impactó contra la cámara. Tampoco quiso considerar el hecho de que uno de los testigos de la acusación fue un policía que había estado infiltrado en los ambientes sindicales y de la izquierda de Gijón, en los que hizo cuanto pudo por incitar a la comisión de actos de vandalismo, protagonizándolos a veces él mismo (o sea, un agente provocador en toda regla, que acudió al juicio pretendiéndose mero espectador de incidente). En fin, rechazó las declaraciones de varios testigos de lo sucedido, entre ellos algunos periodistas, que insistían en que ninguno de los dos imputados se encontraba entre quienes lanzaron el petardo de marras. A lo que habría que añadir que ni siquiera está claro que fuera ese petardo el que dio el golpe de gracia a la videocámara, que fue reiteradamente pateada cuando cayó a tierra.
Resulta inicialmente sorprendente el empeño policial-judicial en endosar a Cándido y a Morala la responsabilidad de ese suceso, cuando todo el mundo sabe que fueron cientos los trabajadores de Naval Gijón los que, indignados por los planes de cierre que se cernían sobre su empresa, participaron en aquellas muy crispadas manifestaciones. Hubo violencia, por supuesto, pero colectiva, y no mayor que la vivida en otros núcleos industriales víctimas de la mal llamada «reindustrialización», sin que nadie haya ido a la cárcel por ello.
En el caso de Cándido y Morala hay un par de circunstancias agravantes.
La primera tiene forma de sospecha, y nada peregrina: la Naval Gijón es parte de un terreno industrial de 300.000 metros cuadrados situados en una zona costera que podría convertirse en suelo muy valioso para el gremio del ladrillo turístico. Es imposible prescindir de esa realidad a la hora de evaluar los intentos de criminalizar la lucha obrera en pro de la supervivencia de ese núcleo fabril.
La segunda apela a la militancia política de algunos de los acusadores. Porque conviene recordar que el Ayuntamiento de Gijón, que fue parte en la acusación contra Cándido y Morala y que les reclama el pago de la cámara rota (que han valorado en 6.000 euros, ahí es nada), está gobernado en coalición por el PSOE e Izquierda Unida.
Dicen que Fernando León de Aranoa se inspiró en Cándido y en Morala para dar cuerpo a los dos principales protagonistas de Los lunes al sol. Él ha trazado recientemente el paralelismo, saliendo en defensa de los dos sindicalistas de Gijón. Pero recuerda que a Santa, el personaje de su película, lo quieren condenar a una pena casi simbólica por haber roto una farola. En este caso, la pena no tiene nada de simbólica y, además, ellos no rompieron el artilugio espía. Una vez más, la realidad se empeña en superar a la ficción.
Pienso en más de uno y más de dos de los que habrán contribuido a este desastre. Los imagino bien achispados, en alguna velada de ésas en las que el whisky fluye generoso por los gaznates, contando por enésima vez lo muy revolucionarios que fueron en su juventud, cuando formaban parte de aquel estudiantado del 68 que lanzaba cócteles molotov contra la Policía –no petardines contra artilugios– y gritaban que la solución es (era, quiero decir) la revolución. No me cuesta nada imaginarlos algo después, con la lágrima fácil, cogidos del hombro de algún colega, subsecretario o jefe de negociado, cantando con mucha solemnidad «Santa Bárbara bendita» .
Nota de edición: Javier publicó una columna que trata el mismo asunto en El Mundo: Los lunes a la sombra.