Cuando estamos de vacaciones de verano en nuestro apartado refugio de Aigües, en el Mediterráneo, y no tenemos huéspedes, Charo y yo solemos disputar entre nosotros, casi siempre a última hora de la tarde, una competición de juegos varios de mesa a la que llamamos en broma Grand Slam, como la cosa anual del tenis y como la operación de Goldfinger desbaratada por 007.
Lo habitual es que lo hagamos al aire libre, buscando algún lugar más o menos umbrío, escapando del calor.
Ayer, según se acercaba el sol a la cumbre del Cabeçó d'Or anunciándonos el fin del día, Charo volvió a casa a por una chaquetilla. Es tirando a friolera, y además acaba de regresar de Senegal, donde se ha enterado de lo que es pegar el sol de verdad, pero su gesto me dijo a las claras lo que yo no quería oír, pero llevaba ya días temiéndome en mi fuero interno: el veraneo está en las últimas.
Algunos amigos ya han regresado al trantrán laboral y me han contado sus cuitas, que entiendo muy bien, porque también fui de los que tienen que acudir durante once meses a un centro de trabajo y pasarse allí medio día, pero mi melancolía no es exactamente de ese tipo, puesto que yo trabajo como Juan Palomo, y además mis vacaciones de verano lo son sólo a tiempo parcial, puesto que he de seguir escribiendo y perorando para ganarme el sustento (ahora mismo, por ejemplo, he estado oyendo las noticias de la radio para estar a la última y dentro de un rato bajaré a Alacant para acudir a los estudios de Radio 9, desde donde participo en la tertulia de Boulevard abierto, de Radio Euskadi. También lo hice el lunes. Y cuando vuelva a casa, ya a media mañana, tendré que ponerme a escribir una contribución que me han pedido para un libro. Y mandar al periódico mi columna de mañana. Etcétera.)
Sin embargo, también a mí me viene y me coge por el alma el maldito síndrome posvacacional. Imagino que tiene que ver no sólo con el fastidio del regreso a la rutina –muy insatisfactoria o menos insatisfactoria, según los casos– sino también con factores físicos (qué sé yo, hormonales, o de alguna de esas otras marranadas que tenemos los humanos por dentro y que nos condicionan sin que nos demos cuenta).
Algo que sí sé que me afecta es que, al margen de que mi vuelta a la rutina no me resulte demasiado traumática (de momento, y toco madera), los demás (y las demás), quienes me rodean, también van a volver pronto a estar ocupadísimos (y ocupadísimas), y entonces dejan de tener tanto tiempo para compartirlo conmigo, para venirse aquí, a esta placidez mediterránea en la que hasta el leve crujir de una madera o los pasos de un gato se oyen por la noche y en la que durante el día el murmullo mayor que se siente es el de las chicharras y los grajos. Y el de nuestras risas, claro.
Aunque también soy consciente de que lo bueno es bueno y se disfruta como bueno porque existen lo menos bueno y lo malo, y sirven de contraste. De modo que, al final, todo acaba siendo fastidiosamente necesario.
Peor es la alternativa.